Javier estaba durmiendo ahora. Pero muy pronto se despertaría, bajaría las escaleras de su casa a toda prisa porque se había quedado más tiempo de la cuenta en la cama y cogería su automóvil del garaje para dirigirse al trabajo a medio desayunar, con la cara goteante y no del todo bien peinado a causa de las prisas. En veinte minutos tendría que estar frente a su mesa, enfrascado aparentemente en labores que nunca llegarían a entusiasmarle, bajo la atenta mirada de su jefe. Pero antes de subir hasta el despacho, Javier terminaría de peinarse en el aparcamiento de la empresa, o aprovecharía los semáforos para hacerlo. A él nunca se le ocurriría llegar a la oficina como lo hacía a diario el lerdo Pablo, el majadero de Pablito-clavó-un-clavito. Hecho un torbellino, tendrían que comenzar entonces, allí instalado, en su asiento, las labores que nunca se agotaban, los eternos papelotes rengueantes, las desordenadas miradas de reojo a Laurita que, recién pintada, luciría como siempre como un banco en el parque bajo la luz de una farola. Javier aún no lo sabía de cierto, pero luego, una vez concluida la jornada matinal, dejadas de lado por un momento las tareas pendientes que no acababan de acabarse, comería a solas en alguno de los bares que prosperaban frente a la oficina siniestra que todas las mañanas lo atrapaba justo hasta esa hora, y luego, con el último bocado en la garganta, sin tiempo para deglutirlo por completo, correría de nuevo hasta su casilla para sentarse en su puesto frente al ordenador mezquino, al lado de Pablito-clavó-un-clavito, dispuesto para mirar de reojo a Laurita la tarde entera, quien había crecido en estos últimos años una barbaridad, es cierto, pero a esa hora una barbaridad no tan recién ni bien pintada, rimmell corrido, ajustados suéteres de colores, esbozadas braguitas sugerentes, bajo la mirada atenta de su jefe, el mal nacido, que por lo visto jamás tendría otra ocupación que la de encargarse personalmente de vigilar a sus empleados, uno por uno. Y así hasta las seis y media en punto. En el mejor de los casos, a las siete menos diez Javier ya estaría de regreso en casa después de una aburrida jornada de trabajo repetida, no sin antes haber recogido a los niños del colegio. Cenaría a eso de las nueve o nueve y media para acostarse extenuado antes de que dieran las once, sin tiempo para ver cómo termina la película e invadido por un extraño sueño pegajoso que jamás podría sacarse de encima a esa hora. Pero ahora estaba en la cama, soñando incluso después de que el despertador saltara en la mesilla y él, con un acto reflejo, simplemente lo apagara. Y así continuaría otros cinco minutos más como en una nube, sin respuesta, respirando pesadamente al lado de su esposa doña Paula, siempre sin Laurita, casi al lado de Pablito-clavó-un-clavito y bajo la atenta mirada de su jefe, paladeando un café imaginario que en cinco minutos iba a tomarse a toda prisa para bajar las escaleras en un par de saltos y etcétera, etcétera, etcétera.
viernes, 19 de marzo de 2010
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