jueves, 11 de octubre de 2012

Una tarde de verano en un tren que se aleja








   En total éramos diecinueve. Tres, del pueblo; otros tres, de la parte de arroyosolo y el resto vinieron atados como delincuentes de la capital, o al menos de esa parte de Ourense. Llenos llegaron. Ahítos. A reventar porque antes de la salida les habían dado algún alimento y se lo habían comido en silencio, como presintiendo que algo les iba a llevar muy lejos y se hacía necesaria la recopilación de fuerzas para semejante periplo. Alguno imaginó esta escena; lo dijo al final, cuando ya el tren se paraba. Pero no porque lo hubiera visto antes, ni porque se lo hubiera contado un compañero. Simplemente sabía que cuando el tren se parase, la puerta se abriría y todos en tropel saldríamos a la carrera. Y allí enfrente habría un cartel, grande, como un nuevo Auschwitz. 

    Solo que en el nuestro pondría: Matadero.
 
   Alguien, lejanamente, entre el tumulto mugió. Era el sonido de algún conocido que se apagó de pronto. Se oyeron opacos otros a lo lejos. Luego entramos el resto, de uno en uno. Cuando me llegó el turno, resoplé también y agaché la testuz. Era lo que tocaba antes de recibir el mazazo. Seco. Atroz. Demoledoramente inacabable.