lunes, 22 de febrero de 2010

conocimiento

("La casa, una sensación de vacío para siempre. La casa, estación de muerte a la orilla del campo. La casa, un río de sangre que corre parejo al mundo en la umbría del bosque, donde ni siquiera llegan los pájaros para cantarle al silencio.")

Entonces, dejamos el camino a un lado y bajamos en linea recta hasta darnos de bruces con ella. La Casa, tapada por aquellos árboles gigantescos, parecía estar esperándonos como el camino al viajero que tarde o temprano llega a su destino. La casa, la horrible casa desierta, la temible casa a oscuras, muerta, desoladoramente ausente miraba cómo nos aproximábamos, con tanta lentitud que parecía que manteníamos los pies clavados sobre el suelo. Un suelo ceniciento y primigenio, arrebolado por las podridas hojas recién caídas de los arboles entremezcladas con el musgo que se nos pegaba a los zapatos como para impedirnos el movimiento. Casi con saña. Casi como si lo supera.

Yo no quise volver la vista hasta que salimos a uno de los claros que se veían un poco más abajo del regato. No la quise volver, pero sabía que mi acompañante seguía conmigo: sentía su respiración a mi espalda. Tan cerca de la mía que casi llegaban a fundirse en una sola, acompasadas, resollantes. Poco a poco la boca abierta del edificio se definió, más grande y destartalada. Y los primeros escombros a la orilla del portón nos parecieron (al menos a mí sí me lo parecieron) unos cuerpos inertes, cadáveres desmadejados y a medias de sepultar todavía, como si el sepulturero que allí trabajase hubiera sentido de pronto alguna urgencia y hubiese dejado su trabajo inconcluso, para no terminarlo nunca.

Sin proponérnoslo, los dos apretamos un poco más el paso en esa hora imprecisa que precede a la noche cierta y cerrada. Y no miramos más que defrente al pasar por delante de aquello. Luego, poco a poco y como por arte de magia, la casa fue quedando a nuestra espalda. Hasta que fue engullida del todo por el ramaje de los árboles.

-Siempre que atravieso por esta parte me da un brinco el corazón -me aseguró entonces mi amigo.

-Ya lo sé -le contesté, intranquilo-. A mi también me pasa.

-Debe de ser por la casa. Tiene algo... raro, diferente.

-Sólo es una casa en ruinas -le comenté, tratando en vano de calmar mi agitación, que no obstante se atenuaba por sí misma una vez pasado aquel tramo.

-Eso es lo raro. -Mi amigo miraba ante sí tan fijamente que yo di un pequeño respingo.

-¿Qué tiene de raro? -le pregunté aún sabiendo qué era lo que iba a responderme. Quizá pretendía sólo calmarme, aunque eso distaba mucho de ser cierto todavía.

-Pues que una casa en ruinas nos provoque un espanto tan grande como éste.

-¿Estás asustado?

-¿Tú no lo estás?

-Sí -reconocí-, lo estoy. Siempre que pasamos por aquí me ocurre lo mismo.

Ya no dije nada más. Mi amigo tampoco abrió la boca el resto del camino y continuamos avanzando a tientas y con el corazón encogido por el sendero adelante como si temiéramos que de pronto alguien fuera a sorprendernos por la espalda.

"Debe de ser la casa de un ahorcado", recuerdo que pensé un segundo antes de que saliera La Forma aquella de entre la maleza.

sábado, 13 de febrero de 2010

DUDA

Decidí que llegado el día de mi muerte no me echaría atrás. Y decidí, también, que ese día sería el de mi treinta y siete cumpleaños. Ni uno más, ni uno menos. Ese día ha llegado hoy, de modo que me dispongo a rematar los planes que de aquel otro surgieron sin que yo prácticamente interviniera.

Dolorido todo el cuerpo, sin casi haber pegado ojo esta maldita noche, ahora, solo en esta habitación, me distraigo rememorando lo sucedido, trayendo a
mi cabeza un haz de sensaciones que yo creía olvidadas y que, no obstante, están aquí, conmigo, esperando a que me decida y saque del fondo del armario esa navaja.

Sé perfectamente -aunque no quiera acordarme- qué motivó esta decisión en un principio. Pero aunque no lo supiera, aunque lo hubiera olvidado, en mi poder tengo esta especie de contrato en donde se especifica cómo ha de finiquitarse esta cláusula postrera. Implacable. Inimaginable hasta hace tan sólo unas pocas horas.

El reloj del campanario marca mi destino con cada son de esa campana que es casi como si ya me estuviera doblando; doce toques, uno tras otro, hasta que el tiempo se agote. ¿Qué puedo hacer yo entonces, pequeño idiota, alma acabada sin dar comienzo todavía?


También sé que no arreglaré nada con las dudas que ahora me asaltan. Y sin embargo voy a llevarlo a cabo impulsado por esta fuerza rara que con cada segundo se acentúa. Sé que será lo último que haga, el paso final. Una especie de salto en cumplimiento de unas cláusulas que ya no puedo recordar si se pactaron o no, si fui engañado o engañé. Pero aunque no pueda acordarme, una medianoche como esta, sentado al borde de mi nostalgia divisé este día, este momento. Sólo que nunca creí que los años pasarían tan rápidos. Ahora quizá no lo hubiera hecho, pero no tengo más que verme en mi estado de antaño para darme razones sobradas de por qué entonces sí lo hice. Aunque todas esas razones sean algo que nadie tomaría en consideración precisamente ahora, dadas las actuales circunstancias. ¿Qué me impele a seguir adelante? Ni yo mismo lo sé, pero tengo una navaja. Tal vez pienso, o deseo en mi más ingenuo interior, que no se presentará. Que tal vez a Él se le haya olvidado la cita y no acuda. Pero, entonces, ¿por qué tengo presta la navaja entre mis dedos si no existen los motivos? ¿Porque un hombre es su palabra? ¿Porque una palabra escrita no se evapora? ¿Porque un contrato obliga?


Sé que no queda mucho para que se me aparezca quien tiene la obligación de aparecérseme hoy, justo en el momento en que dejen de sonar estas campanas. Este papel que ahora tiembla entre mis dedos, firmado con mi pulso firme de antaño y manchado con mi sangre, que ha llegado hace un par de días para que pudiera recordarlo, me impulsa. Salvajemente. Nunca creí, repito, que el tiempo pasara tan deprisa; sobre todo cuando la fama hace tanto que ha salido por mi puerta.