jueves, 14 de junio de 2012

Negocios






Con razón supuse que sería la hora en que el solaco asomaría justo por la otra parte de la calle. Y con razón no había ni cristo por el callejón en el que estaba. Llovía. Hacía mucho que no pasaba esto: por un lado el sol a plomo, con dos cojones, y por el otro la jodida lluvia. ¿Lo habíais visto nunca antes? Pues así era, copón. Y así era como entré finalmente a aquel garito sucio y maloliente: empapado y sudando al mismo tiempo. Tiene cojones.

En dos patadas me puse a la altura de la barra. No era muy complicado, porque el garito apenas si tenía cinco o seis metros de largo. Y tres de ancho. suficiente para que cupieran un par de tíos recostados sobre la madera. Uno de ellos era Burete. Lo conocía de un par de semanas atrás, por el centro. Había quedado conmigo hacia las nueve y eran pasadas las 12. Lo saludé apenas entré y él me tendió la mano. En su interior me topé con unos billetes. Supe que llevaba allí mucho cuando me miré en sus ojos sonrientes. Me guiñó uno. Le dije algo en voz muy baja, para que el otro no se coscara. Burete sonrió.

-Tranquilo -dijo-, el Carlitros pasa de todo.

Carlitros miró al oír su nombre. No dijo nada. Agarró su vaso y apuró de un trago lo que fuera que estuviese bebiendo. Luego se giró lentamente y esperó que empezara el segundo tiempo del partido que estaban dando por la tele. Ganaba el Osasuna. Dos a uno.

-Tienes lo que te encargué -me dijo Burete.

-Está controlado.

-¿Y?

-¿Tienes prisa?

-Negocios son negocios; y cuanto antes, mejor.

Miré la pantalla. Estaban pasando cualquiera de esos anuncios a los que nunca se presta atención pero que uno no para de mirar embobado. Sacudí la cabeza antes de soltar sobre la barra un paquete pequeño, envuelto en papel de periódico, con toda la pinta de haber estado guardado muy profundamente en un cajón muy sucio. El papel, digo; porque el contenido estaba reluciente. Eran varios paquetitos de puntas de bolsa quemadas con el mechero. Dentro estaba la mandanga.

-Eso es todo lo que hay, por el momento.

-¿Estás limpio?

-Como una patena. Los rumanos están por ahí fuera; si quieres se lo preguntamos.

Vi cómo Burete se movía y cambiaba de pata para asentarse mejor con los codos en la barra. Apoyó la totalidad de su peso en un sólo brazo y se embutió de un trago el contenido de su vaso. Luego lo soltó sobre el mostrador y pidió al camareta que se lo llenara.

-Mejor no, mentiendes. Pero como yo me entere de que me tangas...

-Lo que te llevas es suyo. Yo no gano nada. Sólo prestigio.

Burete me miró. Al parecer se le había atragantado la sonrisa en la boca. Miré su diente de oro relucir entre saliva y aguardiente. No me cabía en la cabeza que aún quedara gente que se engastara una de esas mierdas. Era jodidamente calorro el tema, y a lo mejor Burete, por eso mismo, había decidido que era lo más adecuado para inducir un poco de respeto extra. Eso y un par de cordones de goldfing que jamás darían el pego y que le colgaban cuello abajo entre la camisa desabotonada. En la tele tronó un casi gol del Osasuna. Me miré las puntas de los dedos y le dije:

-Qué mariconazo eres, chico. Estás pensando que yo me llevo la pasta. Qué hijo de puta.

Por un momento pensé que el nota me iba a soltar una hostia. Pero no lo hizo. En lugar de eso, recogió de la barra lo suyo y se lo introdujo en uno de los bolsillos de la chupa. Miró al camarero y le guiñó un ojo. El nota tenía eso por costumbre. Lo hacía a todas horas. Luego comentó en voz lo suficientemente alta como para que todos lo oyeramos:

-Aquí no ha pasado nada. El Carlitros y mi menda nunca hemos estado. Y tú -me apuntó con el dedo-, como me entere de que no me has contado la verdad y que me tangas...

Le bajé la mano.

-Eres muy pesado, colega.

Carlitros distribuyó el peso de su cuerpo en ambas piernas, al tiempo que cruzaba los brazos y se me encaraba. Parecía el hermano pequeño del Suarzenagher. Una palpitación solapada sacudió entonces mi pecho.

-Tranquilo -le sugirió Burete-. No parece que vayamos a tener que recurrir a eso. Todavía.

Los dos dieron media vuelta y, sin pagar, salieron con tranquilo paso a la calle. El sol la había cagado. Una lluvia fina e insistente caía sobre el asfalto. El Osasuna marcó un gol que celebraron por el tugurio los aficionados en las gradas, a un volumen a todas luces inadecuado dadas las dimensiones del establecimiento. Lentamente, Imanol comenzó a recoger los restos de las consumiciones. Me miraba de esa forma que él tenía cuando intentaba decirme alguna cosa trascendente.

-Qué quieres? -le dije-, lo tenía a huevo.

-algún día van a pasarte factura.

Lo dejé que despotricara. Al fin y al cabo ¿quien era yo para privarle de darse ese gustazo? Cuando terminó, señalé el teléfono que había al lado de la caja registradora.

-¿Crees que Patxi ya estará en casa?

Imanol no contestó. Con fingido aire indiferente, se encogió de hombros y me tiró el móvil. Casi le da a mi vaso de cerveza.

-Te prometo que esta vez tendré cuidado. Le diré al Patxi que no se esmere tanto. Lo de los pakis de la semana pasada fue una sobrada, de acuerdo. Pero en realidad no fue culpa suya. Si no se hubieran puesto cabezones, nada de eso habría sucedido.

-Al paso que llevas, te vas a quedar muy pronto sin "clientes".

Ya no lo escuchaba. Marqué el número de mi socio al tiempo que lo visualizaba. Sonreí. Él sí que parecía el hermano mayor del Suarzenagher ése.