jueves, 24 de diciembre de 2009

Amanece




Lentamente rasga el sol la punta recortada de la sierra, y una raya de claridad va calando el campo humedecido por el rocío en donde comienzan a resonar los ecos lejanos de las caballerías, del ganado lanar que desespera en el aprisco y de los lastimeros parloteos de los perros famélicos, que es casi como si lo supieran.

Una higuera solitaria, más abajo de la pared que parte el huerto por el medio y lo secciona en parcelas diminutas luego, cada una sembrada con una cosa, se estremece cargada no de higos, sino de gotitas que perlan su deforme corteza. El sonido a esta hora es como si fuese más límpido, más vibración todo él, esparciéndose por el campo como las ondas en un estanque de aguas transparentes.

También húmeda por las miles de lenguas de la mañana, la hierba se observa cana y rala, aplastada, como si hubiese nevado; sólo que no nieva; aquí hace muchos siglos que no lo hace nunca. De tan brillante apenas los dolorosos rayos se posan por doquier relampaguea a trozos, según vayan ganando el campo por arriba. Sólo las partes a la umbría permanecerán todavía mucho más tiempo como si fuera siempre de noche, sin notar el cambio que a pasos de gigante, pero muy lentamente, está llegando a producirse. Por detrás de la loma, las casas en el pueblo vienen a despertarse todas de golpe; y en los tejados de uralita, tejados pobres, míseros, aparecen las manchas que delatan las goteras. Las briznas de un humo empobrecido serpentea hasta embalsarse a pocos metros sobre ellos, en donde parece resguardarse de las corrientes de un aire que siempre falta, que no llega nunca. Pero desde esta parcela eso permanece escondido. Son muchos los kilómetros que separan ésta de esa verdad ahora aunque en realidad no pasen de la docena.

Poco a poco también las aves diminutas limpian de sueño su vuelo, arropadas por una luz anaranjada que hace que asomen sus colores como el primer día, como en el día en que los pintaron. Nuevos olores, sabores nuevos: todo nuevo por un mísero instante en el que el alba miserable penetra en este mundo, a este lado del planeta; en donde la casa, que está junto a la higuera entre muros pequeños y tan quebradizos que cada invierno con las primeras aguas se desmoronan, parece un animal muerto, gigantesco. Alguna ave de mayor tamaño inicia un brinco de canturreo, y con el batir de sus alas espanta por un minuto la soledad que parece cebarse sobre esta tierra. Del tejado el vaho, como el aliento de una bestia, gana altura y se mezcla lentamente con la respiración del universo, que ha dejado por todas partes una suerte de bruma que poco a poco se espesa y que el instituto meteorológico dará a la mediodía por las noticias como algo insólito o pintoresco.

Porque hace niebla.

Y cómo la niebla está tan cerrada no podemos ver más allá del principio de la cancela de la huerta. No mucho más abajo las puntas de las encinas, arremolinadas en un bosquecillo que discurre parejo al regato, se transparentan cuajadas de rayos de un sol mortecino y fantasmagórico, sobrecogido por los cantos de los tordos que esperan a que se desentumezca su alimento sobre los surcos a medio laborar todavía. Aunque alguno picotea y se repliega luego, desconfiando, desde la higuera hasta la rama de una encina próxima para mirar con gestos acelerados y recelosos la raya que el sol viene trazando por encima de la sierra.

Si anduviésemos un poco, seguro que tropezaríamos con los aperos de labranza llenos de oxido y gotas de rocío que el dueño de todo esto no se molestó en recoger el día que, justo ahora, se termina. Porque los días empiezan se se acaban aquí todos a esta hora imprecisa. Y si entrásemos en la casa descubriríamos que allí aún se vive como hace un par de siglos. Alumbrados por candiles, veríamos la lumbre apagada desde hace tanto; los pucheros arrimados a los rescoldos que pertinazmente han sobrevivido hasta el alba; la pequeña claraboya sin cristales por donde la luz manchada de niebla se va adentrando y hociquea por la casa, haciendo que el tiempo se congele. Porque el tiempo, como el alba a esa hora, se detiene como cansado y toma aliento, y poco a poco se pone de nuevo en marcha, rengueando. Y con su marcha perezosa, llega a rozar las ramas más altas de la higuera, que continúa pensativa bajo las gélidas manos de la bruma entre gotas y gotas de rocío. Las mismas que nos hacen pensar que el intangible cuerpo de esa bestia que no ha sabido ganar altura, ahora se descarga de su peso para que en un par de horas pueda, ya ligera, emprender la huida.

Pero es otoño. Es otoño y está la vida tan lejos de todo que es casi como si no existiera más que este campo que poco a poco va siendo amanecido, recordado en la mente de un Dios que también, y poco a poco, se despierta. El vaho del mundo repta ladera arriba, hacia Barcarrota por el norte, en donde los paisanos, negros, hoscos, habrán cogido todos sus aperos y marcharán en carrefila a sembrar cabizbajos trozos de un alimento que luego recogerán entre todos. Cada familia con los suyos. Cada aldeano con sus trastos. Pero no aquí. En esta huerta. Porque aquí nadie recoge nada.

Aquí el tiempo se ha parado mientras baja el sol por el tronco de la higuera y llega en un minuto como siglos hasta las ramas del medio; pero todavía no las sobrepasa. Como con miedo derrite la escarcha y permanece tiritando luego a impulsos pequeños y recelosos, como si hiciera fuerza el viento para que no llegase más abajo. A cinco pasos los jilgueros, los petirrojos, los mirlos, los herrerillos, como sabiendo, han comenzado ya a desvestirse del agua que envuelve sus plumas, y forman, una aquí y otra allá, al agitar sus cuerpecillos, nubes de una agua prístina que llega hasta la tierra traspasada por el sol después de haber permanecido eternamente suspendida de la mano de la niebla, que es un animal enorme que trepa ladera arriba hasta perderse tras la loma.

También perlada de gotas de rocío, una chaqueta de paño negra cuelga incongruente de una de las ramas más bajas de la higuera, que permanece aún como tiritando. Y una soga de cáñamo, tensa y áspera, se balancea de un lado para otro remecida por el viento que aquí no hace nunca A dos o tres palmos del suelo renegrido y preñado de lombrices, un cuerpo se balancea atado por el cuello a su extremo. Perezoso, el ahorcado se va tiñendo al fin también él de naranja. Como el campo, o el rocío; o la mañana. O el corazón de la niebla en la misma punta del alba recortada contra la sierra.

Sólo que nadie permanece aquí a esta hora para verlo.


sábado, 19 de diciembre de 2009

Noelia bajando la escalera



Se despertó con una pesadez tremenda. Como si su cabeza fuera una bola hecha de cemento. Su primera reacción fué mirar el reloj en el móvil para comprobar que era mucho más temprano de lo que suponía. Desde la calle la luz penetraba tenue por el ventanuco sobre la cama y proyectaba sombras enrarecidas por la pared de enfrente. Eso fué lo que le alertó. Entonces se dió media vuelta para continuar durmiendo pero no tardó mucho en comprender que tendría que levantarse. Y lo hizo de un salto, casi sin trabajo. Como impulsado por una urgencia insoslayable que le impeliera de manera perentoria hacia la cocina. En busca del desayuno.

Café. Tostadas. Un soñoliento ritual que se repetía cada mañana sin pensar demasiado. Antes, un par de paseos por la casa le habían bastado para caer en la cuenta de que estaba mirando pasar ensimismado el tiempo sin hacer nada en absoluto. Como si él fuera otro. Otros. Como si estuviera viendo todavía una película. Quizá la misma que con toda seguridad había descargado anoche desde peliculasyonkis.com.

La manera en que se conducía le resultaba extraña incluso a él mismo. La forma en que sostenía la taza... Era como... Como si ese brazo no fuera el suyo. Como si se desdoblara, podía verse desde dentro y desde fuera al mismo tiempo. A cámara lenta le despertaron poco a poco los lentos ruidos en la calle. Un devenir de un lado para otro de pasos enfurecidos le indicaron que por fin estaban podando los árboles. Recordó vagamente que alguien se lo dijo la víspera. Creyó oír el crujido extático de una rama antes de que cayera sobre el acerado repleto de gente que añoraba que algo indeterminado ocurriese, algo indeterminado que no obstante nunca se produciría. Aunque quizá fuera ésa otra reminiscencia de alguna sensación experimentada por el protagonista de la peli de anoche. Porque él siempre se levantaba soñando un episodio de lo que veía la noche anterior. A veces era sólo un sonido, o una melodía que a medias se inventaba y que permanecía durante horas yendo y viniendo por el interior de su cabeza. Hoy había amaneció con una frase en mente casi hipnótica.

En realidad era un nombre propio dentro de una frase: "Noelia baja la escalera". Ya sabía que era absurdo y que no tenía sentido. Pero ahí estaba, dándole por culo la jodida frasecita. Y sobre todo el nombre. Noelia.

Lo repitió de manera incesante, como para hacerlo del todo suyo. En realidad no sabía lo qué quería decir aquello de "baja la escalera", pero intuyó que buscarle un significado sería realmente una perdida de tiempo en ese instante. Así que lo dejó estar. Que ella sola -la frase- se fuera diluyendo. Difuminando en el intervalo que pasaría inevitable entre la meada en el váter y el deglutir el café con las tostadas subsiguiente.

Alguien cruzó la calle. Risas. Prisas por llegar a alguna parte. Era tan temprano que se asombró de que hubiera podido siquiera levantase. Sobre todo sabiendo que el día anterior había abierto la botella de "Glen Orchy". 18 años. Lo que no acababa de comprender es por qué coño tenía esos dos vasos en el fregadero. Veía una raya de sol sobre el tejado de su vecino. Eso le indicaba con claridad que serían cerca de las nueve. Se le derramó el café. Las tostadas se le quemaron. La radio zumbaba una amalgama ininteligible como resultado de la mezcla de tres o cuatro emisoras diferentes. Hasta Zapirón, su gato, había salido por patas apenas le había visto el careto esa mañana. "Noelia". ¿Porqué no se le quitaba ese nombre de la cabeza?

Apiló todas las inmundicias que vió sobre mesas y repisas en el fregadero para limpiarlas más adelante. Por el momento todo lo que le preocupaba era salvar la mayor parte de su desayuno. Para lo cual no tuvo más que raspar un poco las tostadas. De paso recogió también todas las migas del suelo y recompuso el aspecto de la cocina. Notó cómo seguían palpitandole las sienes. Como un chirrido molesto, el dolor le taladraba las meninges por la base del cuello hasta el cerebelo. Pensó en la ducha. Arrastrándose, mediodespierto, mediodormido, alcanzó a llegar hasta el arranque de la escalera. Pero una vez allí, otra vez Noelia. Su nombre. Ese nombre que se cimbreó unos segundos en su mente y le sugirió un descenso tibio y a media luz por la escalera, no supo si de su casa. No sabía qué le ocurría ni quién sería Noelia. Pero antes de ascender por los escalones dió media vuelta y reingresó a la cocina. Algo que le daba miedo permanecía allá arriba agazapado.

En el salón dos bultos de ropa hecha un lío. La botella de "Glen Orchy", junto a muchas otras de vino barato y de cerveza, permanecía en equilibrio precario al borde del abismo de la mesa. Poco a poco lo fue recordando, pero aún no era Noelia ni bajaba escaleras. Quizás se llamara Rosa, o Isabel. O Begoña. O Luisa. Cualquiera de esos nombres que iría con ella mucho más que el de Noelia. Y sin embargo la recordó bajando la escalera. Para ir a ninguna parte. Sólo para que le trenzara de la mano y él la persiguiera.

Pero era vago sopor ese recuerdo. Sombra que perdura como la insustancialidad de un perfume en mitad de la calle. Recordado sabor sobre la punta de la lengua. Más allá de la botella, intuyó los desgarradores momentos de la coca. Frenéticos. Quién sabe adónde habrían ido a parar todos sus recuerdos. "Rosa ascendiendo la escalera". ¿Qué más daba? ¿Acaso después de una ducha lleguaría a comprenderlo?

Recog¡ó una muda limpia de la cómoda del cuarto y justo entonces pudo verte, preservativo. Eras como una lombricilla atiborrada y tirada contra la pata de una silla. Blanca. Una lombricilla atiborrada y blanca como las sábanas revueltas. Más abajo, y escondida, una prenda íntima tuya, Rosa, o Carmen, o como coño te llamaras, le hizo recordar con trabajo que entre esas cuatro paredes había ocurrido la noche anterior alguna cosa trascendente. Y que nunca más volverían a ser ya los mismos. Aprietó los dientes y se agachó para recoger las ruinas de lo que aparentaba ser un simple polvo. Condón y bragas acabaron en el fondo del mismo sitio en la basura. Una sombra atravesó la ventana entonces. Dios, ¿por qué matas con esos putos dolores de cabeza? Sólo una resaca no puede causar tanto estrago. Presintió, no lo sabía, que a punto estaba de dar con algo. Subió la escalera. Luz. Silencio. Se rueda.

Le había costado tanto llegar hasta ti que ahora no sabía como parar el tiempo. Él no era eso que contemplaba. El daño que había causado. Aquella sangre reclamaba su presencia a tu lado. Sin mover un sólo dedo, percibió en su propio cuerpo cada uno de los golpes que tú habías recibido. Tu cráneo abierto era su cráneo. Tus laceraciones le causaron un dolor ininteligible y sólo en ese instante pudo comprenderlo.

Con un gesto que apenas llegaba para nada más, desconectó la cámara que durante ese tiempo lo había estado filmando todo, Noelia. Rebobinó y entonces te vió en la pequeña pantallita, despacio, muy despacio, bajando la escalera...


jueves, 17 de diciembre de 2009

Así no se puede


Así no se puede.
En el hospital, paseo de muertos
atados a los goteros. Morfina. Dolor y duelo. Malestar sin número
dosificado con cuentagotas.

La muerte es
profunda anestesia.
Sopor pegajoso
en donde dejar de existir
hasta que de pronto recuerdas de este lado.

Agonía aspaventada, resoplido
inerme, tenue y vencido.
A los ojos del alma,
lucha infructuosa y fratricida
con resultado caótico
de células y vacilos,
de placebos y remedios a medias
resultantes.

En el hospital.
Así no se puede.

Cura sin
otra cosa que hacer que
morirse otro poco en busca
del resultado perfecto.
Que no llega nunca.


Accidente



La mañana, enorme dentro del mundo, parecía un animal enorme y enroscado sobre sí mismo. Pablo salió del coche tambaleándose y adolorido, pero aparentemente ileso. Caminó un par de metros y enseguida se detuvo. Luego continuó caminando mucho más tiempo.

En realidad no le importó verse muerto dentro del vehículo.



martes, 15 de diciembre de 2009

Autopista


Cuando por fin llegué aquella tarde, había pasado los ciento cincuenta últimos kilómetros solo ante el volante, y ya no me quedaban ganas ni de sonreír siquiera a mi perra, que desde el vano saltaba pidiéndome algo a lo que se consideraba merecedora indiscutible.

‭ Cerré la puerta con el tacón de la bota y me dejé caer en el sillón, bajo el lento giro del ventilador en el techo. Llegaba sudoroso, cansado y hambriento; pero no hice el menor gesto por conseguir algo de lo que se veía comestible encima de la mesa. Tampoco alcancé el tabaco, que, para mi desgracia, había quedado unos centímetros más allá del largo de mi brazo extendido. Creo que pasaron unos cuantos minutos antes de que aparecieras por la puerta. También creo que no había nadie por la calle, que los pájaros apenas salían de la recalentada sombra de los árboles al fondo y que el agua que traía estaba poco menos que hirviendo, y eso que acababa de adquirirla en la última gasolinera, helada.

Encendido en la esquina del cuarto, el televisor apenas dejaba entrever el lento derrumbe de un edificio, que se caía a cámara lenta como en uno de mis sueños se desploman todos los pilares del sistema, del libre intercambio de mercancías, de personas e ideas, propias o ajenas, lejanas o próximas. Era el último desastre en Turquía, en donde todos los edificios del mundo se han venido abajo con todos sus ocupantes dentro; y todos los habitantes del mundo nos hemos quedado de piedra, sólo durante esos segundos, tristísimos, en los que lo hemos visto por esa gran ventana entre cucharadas de sopa fría y pan de trigo, y postres, y jarras de cerveza.

Recuerdo el pegajoso rayo de sol que caía sobre mi panza, la destartalada tela del sillón en donde estaba sentado, el sonido de tus pasos mientras te acercabas, la sensación terrible, pero certera, de que te estaba soñando cuando te apoyaste en mi hombro y noté como se hundía el sofá bajo el peso terrible de tu cuerpo. También (y puede que esto sea lo más doloroso) creo recordar (o recuerdo) tu aliento sobre mi cara cuando me diste aquel beso; tus dientes; tu lengua húmeda y resbaladiza como una serpiente enroscada sobre mí, sobre la conciencia de sentirte aún viva y en mi boca. Sentí el humo de tu cigarrillo, el aroma de tu pelo, la suave gota de licor licuado de tu frente, el desencanto del roce somero, la proyección de tu persona sobre mi cuerpo y tus senos duros sobre mi espalda, puesto que resbalaste a mi lado desde el respaldo. Cerré los ojos, de eso sí que puedo estar seguro, y dejé que tú siguieras mi camino, a la sombra de mi pecho, que comenzaba a subir y a bajar asustado, a un ritmo creciente, con la cadencia de tu lengua resbalando, llegando poco a poco hasta el lugar apropiado. Sentí la succión del deseo, el vaivén de la caricia estudiada, la crepitante sensación de que me estaba corriendo, solitaria figura, sobre la almohada.

Me di la vuelta. No sé como había llegado hasta el cuarto: la ropa revuelta sobre el suelo, el slip enganchado en la cabecera de la cama, tu imaginaria sonrisa sobrevolándome. Recordé el accidente. Recordé tu muerte instantánea; las sirenas; el hospital; los médicos dándome el alta.