lunes, 30 de agosto de 2010

Por ahí fuera (4)

No. No es la literatura lo que más importa. Es la vida, Malú, cariño. Es vivirla sin desperdicios. Sin contaminaciones. En el fondo todo esto no es más que un montón de letras. Una serie de signos y renglones que se pierden pantalla abajo y no llegan a ningún sitio. Pero la vida sí, Malú, la vida es un camino recto y tortuoso a un tiempo. Recto porque las cosas que suceden caen sobre ti como tendiéndote una trampa y tortuoso porque duele. La vida es dolorosa. Esa es sencillamente una conclusión que yo exclusivamente me he sacado de la manga. Para otras personas quizá no lo sea tanto. Para ti, Malú, es casi seguro que no lo sea. Pero tampoco te has planteado nunca algo diferente a lo que haces cada día. Y con muy poco te conformas.

Nunca te hablé de los caminos excluyentes. De esa paradoja. Es innecesaria tanta palabra cuando adviertes todo eso. Imagínate un punto indeterminado en un plano liso y sin más puntos de referencia que él mismo, un plano tan largo y ancho que resulta imposible distinguirle un borde. Imagínate que tú eres ese punto, mi vida. Si te movieras por el plano todas, absolutamente todas las direcciones que tomases te conducirían al punto de partida, porque es como si no te hubieras movido en absoluto. Pero sin embargo estás en constante movimiento. Para notarlo es necesario que en el plano se marque una especie de rastro. Y ese rastro, niña, son los recuerdos. Es eso lo que nos da una vaga sensación de movimiento. Si no permaneciera ese rastro por el plano, todas las vidas disponibles serían la misma cosa. Porque no sabrías nunca lo que acabas de dejar a tus espaldas. A veces pienso que tendríamos que poseer memoria de pez. Tres segundos y basta. Con eso es más que suficiente. De esa forma podríamos vivir siempre de nuevo las cosas sin tener que repetir nuestros errores.

Me dices que escribo cosas tristes, mi amor. Cosas que tú no entenderás porque eres vital por naturaleza. Pero las cosas tristes nos definen. Nos delimitan. Sólo tengo que encender el telediario a mediodía para saber cierto lo que digo. El mundo que ahora nos vive es un mundo inimaginable en ese plano. Eran mejores cualesquiera que fueran las alternativas. En el plano de la vida se agrandan de continuo los desgarrones por donde se esfuman los rasgos que definen la persona. No, Malú, no es el hombre un lobo para el hombre, es una jauría hambrienta, despedazando su propia conciencia y condición sobre la selva primigenia de las relaciones. Qué más quisiera que ser como tú eres. Indecisa pretensión de felicidad temblorosa, viendo siempre el mismo lado positivo. Y sin embargo puede ser un sencillo complemento en nuestras dos personalidades. Yo huraño, insípido, desilusionado. Tú exactamente todo lo contrario. Cuando me hablas pienso que esa parte de la verdad y la vida también existe. Pero luego me retracto de mis propias lucubraciones. Porque veo, Malú, veo las personas a mi lado como sombras de personas. Y eso no es precisamente algo deseable.

Pero tú seguirás trabajando 8 horas diarias para traer el pan a nuestra mesa. Y yo seguiré traicionando mi destino. Pero ¿hasta cuando, Malú, hasta cuando? ¿Acaso seguiré eternamente sin atreverme a dar el salto?

No. Tienes razón. La literatura no es lo más importante. Es la vida. Pero la vida apesta, Malú. Simplemente. Apesta.

sábado, 21 de agosto de 2010

Noelia bajando la escalera




Me he despertado con una tremenda pesadez. Como si mi cabeza fuera una bola hecha de cemento. Mi primera reacción ha sido mirar el reloj en el móvil para comprobar que es mucho más temprano de lo que supongo. Desde la calle la luz penetra tenue por el ventanuco sobre la cama y proyecta sombras enrarecidas por la pared de enfrente. Creo que ha sido eso lo que me ha despertado. Entonces me he dado la vuelta para continuar durmiendo pero no he tardado mucho en comprender que tendría que levantarme. Y lo he hecho de un salto, casi sin trabajo. Como impulsado por una urgencia insoslayable que me impeliera de manera perentoria hacia la cocina. En busca del desayuno.

Café. Tostadas. Soñoliento ritual que se repite cada mañana sin pensar demasiado. Antes, un par de paseos por la casa bastan para que uno termine por caer en la cuenta de que está mirando pasar ensimismado el tiempo sin hacer nada en absoluto. Como si uno fuera otro. Otros. Como si estuviera viendo todavía una película. Quizá la misma que con toda seguridad me habré descargado anoche desde peliculasyonkis.com.

La manera en que me conduzco me resulta extraña incluso a mí. La forma en que sostengo la taza... Es como... Como si este brazo no fuera el mío. Como si me desdoblase, puedo verme desde dentro y desde fuera al mismo tiempo. A cámara lenta me despiertan poco a poco los lentos ruidos en la calle. Un devenir de un lado para otro de pasos enfurecidos me indica que por fin están podando los árboles. Recuerdo vagamente que alguien me lo dijo la víspera. Creo oír el crujido extático de una rama antes de caer sobre el acerado repleto de gente que añora que algo indeterminado ocurra, algo indeterminado que no obstante nunca se produce. Aunque quizá sea ésa otra reminiscencia de alguna sensación experimentada por el protagonista de la peli de anoche. Porque yo siempre me levanto soñando un episodio de lo que vi la noche pasada. A veces es sólo un sonido, o una melodía que a medias me invento y que permanece durante horas yendo y viniendo por el interior de mi cabeza. Hoy he amanecido con una frase casi hipnótica.

En realidad es un nombre propio dentro de una frase: "Noelia baja la escalera". Ya sé que es absurdo y que no tiene sentido. Pero ahí está, dándome por culo la jodida frasecita. Y sobre todo el nombre. Noelia.

Lo repito de manera incesante, como para hacerlo del todo mío. En realidad no sé lo qué quiere decir aquello de "baja la escalera", pero intuyo que buscarle un significado es realmente una perdida de tiempo ahora. Asi que lo dejo estar. Que ella sola -la frase- se vaya diluyendo. Difuminando en el intervalo que pasará inevitable entre la meada en el váter y el deglutir el café con las tostadas subsiguiente.

Alguien cruza la calle. Risas. Prisas por llegar a alguna parte. Es tan temprano que me asombra que haya podido siquiera levantarme. Sobre todo sabiendo que ayer abrí la botella de "Glen Orchy". 18 años. Lo que no acabo de comprender es por qué coño tengo estos dos vasos en el fregadero. Veo una raya de sol sobre el tejado de mi vecino. Eso me indica con claridad que son cerca de las nueve. Se me derrama el café. Las tostadas se queman. La radio zumba una amalgama ininteligible como resultado de la mezcla de tres o cuatro emisoras diferentes. Hasta Zapirón, mi gato, ha salido por patas apenas me ha visto el careto esta mañana. "Noelia". ¿Porqué no se me quita tu nombre de la cabeza?

Apilo todas esas inmundicias que veo sobre mesas y repisas en el fregadero para limpiarlas más adelante. Por ahora todo lo que me preocupa es salvar la mayor parte de mi desayuno. Para lo que no tengo más que raspar un poco las tostadas. De paso recojo también todas las migas del suelo y recompongo el aspecto de la cocina. Noto cómo sigue la palpitación en mis sienes. Como un chirrido molesto, el dolor me taladra las meninges por la base del cuello hasta el cerebelo. Pienso en la ducha. Arrastrándome, mediodespierto, mediodormido, alcanzo a llegar hasta el principio de la escalera. Pero otra vez Noelia. Su nombre. Ese nombre que se cimbrea unos segundos en mi mente y me sugiere un descenso tibio y a media luz por la escalera, no sé si de mi casa. No sé qué me ocurre ni quién será Noelia. Pero antes de ascender por los escalones doy media vuelta y reingreso a la cocina. Algo que me da miedo permanece allá arriba agazapado.

En el salón dos bultos de ropa hecha un lío. La botella de "Glen Orchy", junto a muchas otras de vino barato y de cerveza, permanece en equilibrio precario al borde del abismo de la mesa. Poco a poco te recuerdo, pero aún no eres Noelia ni bajas escaleras. Quizás te llamas Rosa, o Isabel. O Begoña. O Luisa. Cualquiera de esos nombres que va contigo mucho más que el de Noelia. Y sin embargo te recuerdo bajando la escalera. Para ir a ninguna parte. Sólo para trenzarme de la mano y que yo te persiguiera.

Pero es vago sopor tu recuerdo. Sombra que perdura como la insustancialidad de un perfume en mitad de la calle. Recordado sabor sobre la punta de la lengua. Más allá de la botella, intuyo los desgarradores momentos de la coca. Frenéticos. Quién sabe adónde habrán ido a parar todos mis recuerdos. "Rosa ascendiendo la escalera". ¿Qué más da? ¿Acaso después de una ducha llegue a comprenderlo?

Recojo una muda limpia de la cómoda del cuarto y justo entonces te veo, preservativo. Eres como una lombricilla atiborrada y tirada contra la pata de una silla. Blanca. Una lombricilla atiborrada y blanca como las sábanas revueltas. Más abajo, y escondida, una prenda íntima tuya, Rosa, o Carmen, o como coño te llames, me hace recordar con trabajo que entre estas cuatro paredes ocurrió anoche alguna cosa trascendente. Y que ya nunca más volveremos a ser los mismos. Aprieto los dientes y me agacho para recoger las ruinas de lo que aparenta ser un simple polvo. Condón y bragas acaban en el fondo del mismo sitio en la basura. Una sombra atraviesa la ventana entonces. Dios, ¿por qué me matas con este puto dolor de cabeza? Sólo una resaca no puede causar tanto estrago. Presiento, no lo sé, que a punto estoy de dar con algún indicio. Subo la escalera. Luz. Silencio. Se rueda.

Me ha costado tanto llegar hasta ti que ahora no sé como parar el tiempo. Yo no soy esto que contemplo. El daño que he causado. Tu sangre reclama mi presencia a tu lado. Sin mover un sólo dedo, percibo en mi propio cuerpo cada uno de los golpes que tú has recibido. Tu cráneo abierto es mi cráneo. Tus laceraciones me causan un dolor ininteligible y sólo ahora lo comprendo.

Con un gesto que apenas llega para nada más, desconecto la cámara que durante este tiempo lo ha estado filmando todo, Noelia. Rebobino y entonces te veo en la pequeña pantallita, despacio, muy despacio, bajando la escalera...