jueves, 27 de mayo de 2010

Novela



...que no había cambiado nada entre nosotros. La verdad es que ninguno se imaginaba qué iba a pasar a continuación. Un pájaro salió volando en ese momento, llegó hasta el extremo más alejado y de improviso mudó el rumbo, perdiéndose al instante entre la bruma del fondo. Mi amiga no volvió la espalda para ver cómo se fundía con el horizonte. "Quizá si hubiera sido más cuidadoso, no sentiría la necesidad de disculparme ahora", creo que me dije entre dientes.

En realidad todo ocurrió de otra forma, pero es mucho más literario recordarlo de este modo. Hacer literatura poco a poco se me estaba metiendo demasiado adentro, y eso podría comenzar a resultar peligroso. Por ejemplo, me había acostumbrado con demasiada frecuencia a pensar como si yo fuera un personaje de una novela. Un personaje que alguien creaba en algún oscuro cuarto y al que modelaban en una cuartilla en blanco. Demasiado a menudo simulaba ahora actitudes novelescas en mi vida diaria, como cuando Marta me abandonó aquella casi olvidada mañana. Recuerdo que entonces me sentí personaje desolado, indefenso en las palabras de un libro inexistente, sólo evocado por los labios entreabiertos de quien me estaba leyendo o plasmando en el folio a medias. También ahora me sentí de ese modo, mientras contemplaba cómo tú te ibas alejando poco a poco.
Yo sí que oí perfectamente el graznido de aquel pájaro; el estridente, al menos para mí, sonido que rayó el aire de la mañana. Recuerdo la calima que avanzaba por la playa; las olas que, simétricas, venían a morirse en la arena, por la que correteaban los cangrejos como animales mitológicos huraños y furiosos. Recuerdo tus decididos pasos; la conversación que mantuvimos; las palabras que salieron, por último, de tus labios; la desazón que todo eso me produjo. Recuerdo el brillo del sol sobre las aguas; el arco iris que finalmente se hizo paso entre la llovizna, combado como una esfera semienterrada, tapada por los picos de la cordillera que se elevaba a nuestras espaldas. Recuerdo el tufo casi putrefacto de las algas muertas; el salobre aroma de la mar en los rompientes; el faro encendido aun a esas horas; lo estúpidas que pueden llegar a ser a veces las personas.

Me di la vuelta y me colé en uno de los bares que se veían al principio de la playa. Tomé café y algún dulce que asomaba por una de las vitrinas. Desayuné, al fin, a solas, con la conciencia intranquila y la sensación de que nos habíamos equivocado una vez más. Mi monomanía literaria me asaltó entonces de nuevo y comencé a sentirme personaje escribiéndose, sujeto pasivo de una acción inventada por otro. Creo que en esa ocasión entré de lleno en la obra.

En la parte opuesta de la barra, el camarero limpiaba unos vasos con el aire cansino de un gato cebado. Sus ojos de cuando en cuando caían sobre mi persona de una manera irreal, como si también formara parte de la novela. En un momento dado, sentí la necesidad de acercarme hasta el servicio. Abrí la puerta y me miré en el espejo que colgaba en una esquina, por encima de un lavabo mugriento y lleno de ceniza. La meada que expulsé hizo un arco perfecto antes de caer en la taza. La sensación que experimenté (como si estuviera leyendo) me llenó de asombro. Creo que temblé por un momento. Cuando salí de nuevo a la fría y solitaria sala de aquella cafetería, el camarero ya no estaba. Aproveché la coyuntura para escabullirme sin pagar mi desayuno. Sabía que no importaba; eran simples detalles que pasaría por alto la mente del que me estaba inventando, en ese momento, sobre las baldosas del paseo marítimo.

A solas, como corresponde a una de esas malas novelas de dudosa psicología, sabía que tenía que mirar, no me quedaba más remedio, por encima de la barandilla cómo se rizaba el océano, y que tenía que pensar en ese momento lo que estaba pensando. Sentí frío, sabía que tenía que sentirlo, y me abroché la chupa. Apoyado en la piedra rectilínea permanecí mucho tiempo mirando la nada que se mecía en la superficie de las olas como una balsa que regresa. En el momento adecuado miré a mi espalda: alguien se aproximaba silencioso. No reconocí a quien lo hacía. Tampoco me importó no fijarme en su aspecto. Sabía que eso no sería importante para determinar un desenlace. Personaje o no de aquella novela, presentí que todo estaba llegando demasiado lejos e intenté con todas mis fuerzas abandonar aquella perspectiva desde la que me estaba viviendo a mí mismo.

Normalmente, cuando lo necesito, salgo sin problema de esa versión novelada de mi vida; pero en esta ocasión sabía que me iba a costar más trabajo que de costumbre. En realidad no sé si entonces lo sabía. No sé si me había planteado la posibilidad de que me quedara allí dentro para siempre; como creo que me estaba ocurriendo. Sin saber por qué, me descubrí de nuevo paseando por la playa, quiero decir, por la arena, por el camino que la marea deja en su retirada, esa fina línea que parece fundirse en el horizonte si estás en una de esas playas amplias, y largas, y solas. Oteé el horizonte (no sé cómo me entretenía en cosas semejantes), y se me ocurrió que el que me estaba ideando no debía de tener las ideas muy claras acerca de lo que iba a pasar a continuación. Decidí dejarme llevar por el dictador invisible y permanecer a la expectativa; pero no ocurrió nada. Al cabo de un tiempo, me senté en la arena y me distraje con los pequeños guijarros que se veían por la zona. Previsiblemente, me entretuve en lanzarlos por encima del agua, tal y como se describe en esa novela que alguien estaba llevando a término, pude sentirlo entonces. Oscurecía. Aunque para mí aún no había transcurrido tanto tiempo.

De nuevo unos pasos vinieron a sacarme de mi ensimismamiento. Pero entonces no sentí la necesidad de volverme. Creí saber quién se acercaba. Por un momento creí también que todo había terminado, que había sido una ensoñación más larga de lo que tenía por costumbre. No me esperaba que el autor de la trama hubiera decidido que yo muriera apuñalado sobre la arena de esa playa y, por lo tanto, no sentí la mano a mi espalda apretando una navaja angosta y afilada.

El final, sangriento, no lo desvelo; siempre he sentido que contar el final de un libro es como matar su personaje antes de que crezca...




miércoles, 19 de mayo de 2010

Por ahí fuera (fragmento)

Tengo abiertas las ventanas. Hace calor en la calle. Las voces de las personas que pasan por ahí fuera llegan hasta mi cuarto para desagradarme, exclusivamente. Saqué esta mañana a pasear a Marengo, mi pastor alsaciano. Como de costumbre dimos una vuelta por el erial que se extiende a las afueras del pueblo en donde una granja de cochinos apesta a varios kilómetros a la redonda. Es agosto, y un calor sofocante asola esta parte del planeta.

Tengo el calentador estropeado. Desde hace una semana Malú y yo tenemos que ducharnos con agua fría, pero aquí funcionan las cosas de esa forma. Al fontanero le dará un día por aparecer y yo no estaré en casa. Los días en que estoy, él no pasará nunca. Y así eternamente. Hasta que alguno de esos días nuestros caminos se crucen. Así funcionan absolutamente todas las cosas aquí. Marengo es paciente conmigo. Los años duros de trabajo los ha soportado sin un lamento. Encerrado hasta que alguno de los dos volvíamos para sacarle. Era una vida francamente perra la suya. Pero ahora tengo tiempo. He decidido tenerlo de ahora en adelante. He decidido que la vida es algo más que trabajo amontonado y un montón de basura que bajarás al contenedor cada noche, antes de acostarte. Llego hasta el fregadero y observo todos los platos sucios, amontonados. La casa sin hacer de las doce de la mañana. Ésta es la vida perra de las personas. Escribo. Me relajo. Duermo. Despierto por las noches en medio de un barranco. Un paso más y me desplomo. Pero resulta que todo es un sueño. Un sueño del que despierto empapado. Sin descanso.

Hace ya muchos días que no descanso. El accidente me dejó doblado el tabique nasal y no tengo ni ganas ni fuerzas para operarme. De modo que duermo cada noche en la misma postura, lo que se traduce en un montón de dolores por la espalda cada amanecida. A los que nunca consigo acostumbrarme. Otro café. Una nueva ocasión de perpetuar este insomnio. Sudo un poco más y decido meterme en la ducha, mientras espero que hoy no regreses tan temprano, Malú, porque éstas son mis horas. Solo en ellas vivo toda la mañana. Sólo por ellas, frente a un ordenador cargado de rutinas, escribiendo chorradas que jamás leerá nadie. Un coche pasa por la calle justo ahora para que yo lo describa. Para que pueda comentar el color azul de sus aceleraciones. También el ruido de una sierra eléctrica se suma a esta locura, hasta que poco a poco desaparece el primero y permanece el silencio cuando terminan en la obra. Porque en todos los lugares en los que habito hay alguna. Son los gajes del progreso. Las desventajas de tener una sociedad tan jodidamente próspera. ¿Eran así antes nuestras vidas? Yo no lo recuerdo, Marta. No lo sé. Como tampoco estoy sabiendo qué hago aquí sentado.

Fumo. En la radio sintonizo sólo música electrónica. De nuevo el ruido de la obra. Me asombra que sigamos dentro de esta casa, yo y mis pensamientos, Marta. Porque lo que deseo es que todo esto desaparezca, que se marche olvidado para siempre. Así no hay manera. Tal vez lo que pasa es que me he levantado furioso. O que he dormido tan poco tiempo durante estos meses que todo me exaspera. O que deseo que todo se termine. O que ya no me importa nada en esta vida. O que redundo demasiado. O que quizá esté todavía dolorido. Porque las cosas que pasaron ya no nos volverán a pasar nunca. Porque deseo arreglar eso `otro`. Porque poco a poco me estoy volviendo majareta.

viernes, 7 de mayo de 2010

Por ahí fuera

La verdad es que nos tocó vivir un tiempo incierto, lleno de contradicciones, Marta. Éramos los hijos menores de familias numerosas, desbordados por los acontecimientos. Desengañados por la ineficacia del sistema. Yo dejé los estudios recién terminado el instituto porque en realidad no había futuro. Tú misma sabes que las universidades sólo eran fábricas de parados. Tú sola truncaste tu carrera de historia al segundo año y te viniste a vivir conmigo a esa casa, para verter un nuevo mundo dentro de este otro. Luna nació en ese interín, quizá también desengañada. sólo que entonces éramos aún demasiado jóvenes para darnos cuenta cabal de lo que hacíamos. Puede que de haber tenido entonces toda nuestra experiencia de ahora jamás habríamos dado ese paso. Pero la juventud, como la ignorancia, es atrevida. Y temeraria.

Miro los folios ahora sobre al cama desordenados y no tengo fuerza ni para introducirlos en esta caja. ¿Cómo guardar tanto disparate para cuando se me pase esta rabieta? Marta, dice Malú que no es más que eso lo que tengo, un nuevo ataque de `libertonitis` aguda pero transitoria. En el fondo lo dice convencida, y no soy yo nadie para desengañarla. Pero ¿y tú?, ¿qué habrá sido de tu vida, Marta? ¿Y de nuestra hija? ¿También en ella el desencanto generacional se habrá cebado?

¿Te acuerdas? Fuimos muchos los engañados en aquella época. Pero no te confundas, no estoy diciendo ahora que me arrepienta. En cierto modo hemos aprendido un par de cosas. Hemos aprendido casi a sangre y fuego que los líderes no siempre estaban al frente de esta pequeña revolución cotidiana. Pero también hemos aprendido que las revoluciones de masas son las que menos probabilidades tienen de alzarse con el triunfo. Que nunca podrán imponerse al cabo entre tanta y tanta miseria, Marta. Porque este mundo es un mundo miserable. Dime tú, si no, por qué nos equivocamos. Qué fue lo que hicimos tan mal para estar ahora de esta forma.

Ya sé que tú me dirás que la vida no es tan mala. Pero para eso ya tengo a otra persona que me lo recuerda a todas horas. Y quizá las dos tengáis razón. Pero yo a cualquier parte que mire veo siempre la misma cosa. Tan sólo vendimos ideales por intereses económicos. Ahora tenemos más aparatos eléctricos en casa, coches mucho más veloces y potentes en el garaje, amargura insignificante cada cierto tiempo quizá a causa de la luna, siguiendo el constante ritmo de las mareas. Pero yo te digo que entonces sí teníamos un objetivo. Malú, como buena hija de su tiempo, dice que es ahora igual que antes. Y quizá Luna corrobore esa hipótesis suya algún día. Pero, mientras tanto, unos pocos seguiremos sintiéndonos estafados porque creímos, Marta. Y el descrédito ahora nos aparta.

Pero seguiremos sufriendo la estela larga de ese tiempo incierto que vivimos, lleno de contradicciones, seguiremos siendo eternamente los hijos menores de familias numerosas, desengañados por la ineficacia del sistema. Y porque la juventud, como la ignorancia, es atrevida y temeraria, seguiremos corriendo eternamente en pos de una quimera.