domingo, 24 de marzo de 2013

Encrucijada






Rebasé la curva y entonces lo vi allí plantado. Tenía los mismos e inconfundibles ojos rasgados de mercader de cuento. Aún conservaba intacta su mueca cínica prendida de los labios. Acababa de tirar el paquete de cigarrillos vacío y se disponía a prender el último. Entonces me saludó con la mano. Con una mano un tanto debilitada y floja, exangüe, como si ese gesto tan simple bastara para acabar de un plumazo con todas sus fuerzas. Se me quedó mirando un rato y luego me preguntó, quizá por cortesía:

-¿Quieres?

Negué con la cabeza y él continuó parado aún cuando advirtió que yo no quería hacerlo, e intentaba pasar a su lado sin rozarle pero muy decidido a salirme con la mía.

-¿Tanta prisa tienes? -me preguntó, mientras echaba todo el peso de su cuerpo a un lado y me cortaba con firmeza el camino.

Su voz sonó cavernosa y lejana, como venida de una tumba. Hacía frío. A lo lejos cantó un mirlo desde la espesura. Creí ver su tenue y negra figura volando a saltos ondulantes desde un árbol cercano hasta una mata de escoba, al lado de unas rocas. Evoqué en ese instante algo incierto, algo que quizá no recordaría ya nunca más si se me escapaba ese fugaz e intangible hilo de lucidez. Luego cantó de nuevo y la magia se atenuó por completo en cuanto él me atenazó el brazo.

-Tiene que ser ahora o nunca -me ordeno casi. Y supe que no no me quedaba más remedio que pararme y escucharle.

Lo miré de frente. Inmóvil. En mitad del camino. Él continuaba parado con las piernas abiertas. Pensé que sería ése el momento de intentar quizá alguna pueril hazaña, que sin duda acabaría todo lo mal que me temía si llegaba a ejecutarla. Entonces él mudó de sitio y de postura. Era como si hubiese barruntado algo. Siempre me había dado la sensación de que, de alguna manera, tenía ese poder; sabía anticiparse a las acciones de los demás y por eso le salían siempre perfectos los negocios. Como si él jamás pudiera equivocarse, pasara lo que pasara.

Pero yo sí. Y por eso me mantuve quieto, mirando al suelo mientras escuchaba cómo él volvía a preguntarme, con insistencia:

-¿Lo vas a querer entonces?

Lo habíamos hablado ya tantas veces que no le contesté. Meneé lentamente la cabeza de arriba a abajo sin dejar de retener en los míos sus ojos de fuego. Luego los bajé hacia el empedrado y contemplé durante mucho tiempo seguido mis raídos zapatos. Él no parecía tener prisa. Musitó algo en voz muy baja y me soltó de pronto. Al levantar la vista observé el paso lento de una pareja de novios trenzados en una visita inútil a esa hora y en ese parque. Los dos nos fijamos en su espalda y después, lentamente, cuando se los tragó la espesura luego de una vuelta más angosta del camino, nos sumimos en un silencio tenso, como si uno y otro estuviéramos esperando algo que no llegaba, que no podría venir hasta nosotros nunca.

De pronto, él me habló de nuevo con su arracimada voz de ultratumba:

-He tenido que esforzarme mucho para estar aquí esta tarde. Tenemos mucha demanda.

-Lo sé -dije-. No me preguntes cómo, pero de alguna forma me temía que hoy pudiéramos encontrarnos.

-¿En este parque?

-Y a esta hora.

-¿Y entonces?

Enmudecí. Sabía tan bien como él que no podía durar mucho más nuestra conversación de la manera en que se estaba desarrollando. Pero sabía también que no podía arriesgarme y cagarla a última hora. Quise ganar un poco de tiempo aspirando una cálida bocanada de aire; pero él pareció notar cual era el plan y sin mediar palabra extrajo un papel de su bolsillo. Luego se hurgó en las vestiduras hasta dar con una especie de punzón de madera. Era una herramienta pulimentada y oscura, como venida a este mundo desde el principio de los tiempos. Lo miré hacer relajado y nervioso al mismo tiempo: sabía que nada podría evitar ya lo que se estaba avecinando. Y sabía también que ese momento tendría que llegar, y que si no lo había hecho antes no era precisamente por mi pericia a la hora de ocultarme y escapar a mis obligaciones, sino porque no había agotado aún la última campanada de mi tiempo.

Él me ofreció el papel con un gesto recio, de mando. Lo vi sin temblar en absoluto al final de sus dedos, largos, de prestidigitador experimentado, y nos imaginé entonces como en una fotografía arcana, primigenia, reflejo fiel de lo que habría sido como esto mismo en otros atardeceres, con otros protagonistas.

-¿Te imaginabas que sería así?

No respondí. Pero fui consciente de que él sabía que yo había soñado miles de veces con una escena semejante. Pensé que ahora, en pleno siglo de las nuevas tecnologías, las cosas podían haber cambiado un poco. Mi acompañante sonrió. No era difícil saber lo que pensaba.

-No somos nosotros quienes decidimos cómo va ser esto -dijo a modo de disculpa-. Siempre nos adecuamos a las exigencias de la clientela. Puedes estar seguro de que hay gustos realmente ridículos. Otros terriblemente conservadores; o retrógrados, si quieres.

Cada frase que pronunciaba servía para quitarle hierro al asunto, y amortiguaba los temores que pudieran surgir en mi pecho. De modo que después de algunos minutos ya no sentía absolutamente nada, o por lo menos nada desagradable, y comenzaba a verlo a él incluso como a alguien insignificante. Mis propios actos carecían de importancia también. Cuando llegó el momento, alargué la mano y recogí el extraño instrumento que me ofrecía. Me fijé en unas muescas diminutas que tenía en la parte superior. Afiladísima, me pasé la punta inconscientemente por la yema de uno de los dedos.

-Supongo que no podríamos...? -comencé a decir.

-No.

Su reacción había sido rápida y tajante. Tanto, que de nuevo comencé a sentirme despierto y con miedo. Sin duda él se dio cuenta y reaccionó.

-¿Ves aquella pareja? -me preguntó.

En ese momento las dos personas que nos habían rebasado estaban llegando a la parte más alta del parque. Desde allí se les veía parados y contemplando la totalidad de la masa forestal hasta los límites más alejados junto a la valla, en donde el mortecino sol se acomodaba muy lentamente.

-¿Qué pensarías si te dijera que van a sufrir una mezquina vida insatisfecha?

No le dije nada.

-¿Y que se morirán insatisfechos también?

Sus ojos chispearon. Arrugó mucho los párpados y susurró como para sus adentros:

-¿Y que ambos están deseando, ahora mismo, lo que tú vas a tener de ahora en adelante? Lo añoran -aseguró-. Saben que una vida como la que yo te ofrezco es de todo punto imposible, y que sólo está al alcance de un puñado de valientes.

Luego relajó la cara.

-De todas formas -dijo-, si es eso lo que prefieres...

E hizo un gesto como de rasgar alguna cosa.

Me miré las manos. La punta del punzón me había desgarrado la piel lo suficiente como para que en su extremo temblara una gotita carmesí. Alcé la cabeza hacia el cielo con los ojos cerrados para sentir mejor el canto de un autillo; el maullar de un gato, a lo lejos; el ladrido lastimero de un perro en alguna parte. Y supe que lo iba a hacer. De algún lugar inconcreto me llegó justo en ese momento el sulfúrico tufo. Sabía que yo era tradicional, pero nunca hubiera imaginado que tanto.

Casi con rabia, alisé el trozo de pergamino que tenía entre los dedos y estampé en medio mi firma. Con mi sangre.

Entonces comencé a ver cómo las letras mudaban en el vientre de aquella cosa, definiendo sobre mi firma un contrato nuevo, unas cláusulas nuevas, un límite de tiempo escaso. Pero era ya tarde. Me quedó el tiempo justo para verlo a él, cojitranco y sonriente, alejándose con mi contrato entre las manos, antes de sumirme solo y para siempre entre las sombras de mi drogadicción recién firmada.