Ya se lo dije el otro día. ¿Pero quiere que se lo cuente de nuevo? Muy bien. A veces las palabras valen más, muchísimo más que cien mil imágenes juntas. Escuche:
La habitación estaba vacía y cubierta de una fina capa de polvo blanquecino, lo cual le daba un aspecto lunar y casi fosforescente. Yo me encontraba en uno de los rincones creo que buscando alguna cosa. Alguno de esos trastos que se amontonan siempre en todos los desvanes. Entonces pude verlo.
A varios metros de distancia, a contraluz porque por esa parte se encuentra la única ventana que da a la calle en la buhardilla, como flotando suspendido en el aire su rostro, sonriente, me miraba. Y en su mano observé de pronto el fulgor de un objeto metálico y chato: era una navaja de afeitar igual a la que yo andaba buscando y tenía en ese instante entre las manos. Apenas resultaba visible su rostro entre las telarañas, a causa de la poca luz que había, pero, no obstante, pude discernir todas y cada una de sus facciones: sus rasgos tenebrosos, el matiz de la mirada con que me acechaba, el color terrible de sus ojos inyectados en sangre e hinchados como si no hubiese dormido en mucho, muchísimo tiempo. Como si algo así de trivial a "él" no le hiciera falta.
Apenas si tuve tiempo para bajar de dos saltos la escalera y llegar a la seguridad de la luz en la salita, dos pisos más abajo, en donde me miré de reojo al pasar frente a un espejo. Y tan sólo por un instante volví a verlo a "él", mirándome quieto por detras de mis temblores.
Entonces rehice el camino hasta la buhardilla, ya calmado. En el rincón en donde había estado esa presencia se alzaba ahora un espejo de media luna. Formaba parte de un armario, destartalado bajo la capa de polvo que por allí flotaba como fosforescente, como llegado desde otro planeta para aposentarse allí exprofeso. Comprendí al instante que tengo que descansar más, doctor. Qué sé yo. Dormir unas cuantas horas, de vez en cuando.