Comienzo a bajar las escaleras con un paso tranquilo que no es mío. Es también tuyo. Y de todos los que estábamos en la Cuarta Galería el día en que ajusticiaron al Nono.
Ahora sé que el corredor estará desierto y que, por lo tanto, desde la puerta nadie podrá verme todavía. Pero tras tantos años siempre de lo mismo, ya no puedo estar seguro de estas cosas. No obstante, cuando enfilo por el pasillo veo una luz al fondo, que proyecta una especie de sombra a lo largo de toda la galería. No hay nada ni nadie más. Yo, solo, y mis pasos que se amortiguan sabiendo como saben que muy pronto se acabará este trabajo.
Cerca del primer piso doblo hacia la izquierda. Siento frío. Es un pequeño escalofrío inevitable porque tras aquella puerta que parece mirarme descorazonada mataron a golpes a mi amigo Teo. El silencioso y estrecho pasillo no parece tener final, y a través de su infinita negrura avanzo hasta la entrada misma de la luz, que prende de una farola por detrás de las rejas con ventanas. A mi alrededor todo fue un inexpugnable fortín en otro tiempo. Un halo de negrura me trae el recuerdo de aquellas horas, meses, años allí encerrado. Todos los segundos pasados allí me abruman; pero no impiden que prosiga mi camino presintiendo desde la espalda las quejas que allí se profirieron no hace en realidad tanto. Sé que ya no queda mucho para alcanzar el tope de este laberinto como una jaula. Y que no muy lejos prevalece la soledad del aire libre en el campo casi amanecido, donde las amapolas que desde siempre he venido imaginando a través de los barrotes de mi celda ahora crecerán por todas partes.
Y entonces pienso en tí, Rosa. Como entonces.
Veinte años atrás (hace verdaderamente tan poco) te vi por vez primera en una de esas sesiones que sólo llegaban a producirse los sábados por la mañana. En realidad cualquiera de esos sábados asquerosos que no se terminaban nunca porque yo nunca tenía visitas de esa índole. Todos los internos hacíamos cola en el pasillo y esperábamos a que entrara alguien que quisiera "hablar" con nosotros. Los afortunados que sí tenían compañía subían entonces con su pareja las escaleras que llevaban a la planta de arriba. Solo unos pocos nos quedábamos allí abajo contemplando cómo se perdían las parejas trenzadas por la cintura. En realidad no me hubiera importado seguir de aquella guisa la vida entera, pero todos sabíamos lo que pasaba después de aquellas aceleradas visitas cara a cara. No era ningún secreto de donde procedían aquellas barras anchas y alargadas con un olor tan denso, aquellos polvos blanquecinos que aparecían y desaparecerían en un abrir y cerrar de ojos durante toda la semana, las jeringuillas limadas una y mil veces sobre la superficie de un raspador de fósforos.
Yo sé que me viste allí parado, como cada día esperando nada. No sé por qué te paraste a tu vez delante de mí y me pediste que subiera. Pero lo hiciste. Era una invitación a la que nadie podría resistirse. Ni todos los cacheos del mundo hubieran podido encontrarte aquello que se introducía tan dentro de ti y que yo recogí entre mis dedos apenas lo sacaste antes de que me pidieras que te cabalgara, que te inundara como se inunda un valle tras la temporada furiosa de lluvias. Ni que decirte tengo que yo no me lo esperaba en absoluto.
Y después de aquella, todas las otras veces.
El pasillo se agota y ahora camino por un laberinto de recuerdos. No exclusivamente tuyos. No exclusivamente míos. No exclusivamente nuestros. Están demasiado rotos como para que nadie los reconozca. Y, sin embargo, así son los recuerdos: trozos inconexos de vivencias que poco a poco se difuminan, se ablandan, se distorsionan porque la distancia se hace poco a poco infinita. Como esta galería. Como todas estas ventanas que se van quedando a mi espalda. Como tu recuerdo, mi vida, amor mío.
Desde este recodo persigo la salida. Y desde este otro llego hasta la sala en donde desde siempre te he estado esperando. Pero ya no hay luces ni escándalo de gente. Es curioso, pero cuando paso cerca del comedor lleno entonces de banquetas y mesas corridas, de olores añejos y picantes, de desavenencias solventadas en silencio, me entrego más a la vida transcurrida entre estas rejas, en este gran rectángulo preñado de desesperación en donde me condenaron a muerte. En donde un ya lejano día cumplí mi condena. Y es extraño que todo permanezca tan silencioso. Que no se mueva una mosca. Que los musgos se coman ahora las paredes antes tan inaccesibles. Es extraño que sólo haya un alma vagando estas deshechas galerías, completando esta ronda infinita que tras el ajusticiamiento, cada noche, se repite. Desde hace tantos y tantos y tantos años que ya apenas si recuerdo otra cosa que tu bendito rostro entre las sombras.
Rosa.