Decidí que llegado el día de mi muerte no me echaría atrás. Y decidí, también, que ese día sería el de mi treinta y siete cumpleaños. Ni uno más, ni uno menos. Ese día ha llegado hoy, de modo que me dispongo a rematar los planes que de aquel otro surgieron sin que yo prácticamente interviniera.
Dolorido todo el cuerpo, sin casi haber pegado ojo esta maldita noche, ahora, solo en esta habitación, me distraigo rememorando lo sucedido, trayendo a
mi cabeza un haz de sensaciones que yo creía olvidadas y que, no obstante, están aquí, conmigo, esperando a que me decida y saque del fondo del armario esa navaja.
Sé perfectamente -aunque no quiera acordarme- qué motivó esta decisión en un principio. Pero aunque no lo supiera, aunque lo hubiera olvidado, en mi poder tengo esta especie de contrato en donde se especifica cómo ha de finiquitarse esta cláusula postrera. Implacable. Inimaginable hasta hace tan sólo unas pocas horas.
El reloj del campanario marca mi destino con cada son de esa campana que es casi como si ya me estuviera doblando; doce toques, uno tras otro, hasta que el tiempo se agote. ¿Qué puedo hacer yo entonces, pequeño idiota, alma acabada sin dar comienzo todavía?
También sé que no arreglaré nada con las dudas que ahora me asaltan. Y sin embargo voy a llevarlo a cabo impulsado por esta fuerza rara que con cada segundo se acentúa. Sé que será lo último que haga, el paso final. Una especie de salto en cumplimiento de unas cláusulas que ya no puedo recordar si se pactaron o no, si fui engañado o engañé. Pero aunque no pueda acordarme, una medianoche como esta, sentado al borde de mi nostalgia divisé este día, este momento. Sólo que nunca creí que los años pasarían tan rápidos. Ahora quizá no lo hubiera hecho, pero no tengo más que verme en mi estado de antaño para darme razones sobradas de por qué entonces sí lo hice. Aunque todas esas razones sean algo que nadie tomaría en consideración precisamente ahora, dadas las actuales circunstancias. ¿Qué me impele a seguir adelante? Ni yo mismo lo sé, pero tengo una navaja. Tal vez pienso, o deseo en mi más ingenuo interior, que no se presentará. Que tal vez a Él se le haya olvidado la cita y no acuda. Pero, entonces, ¿por qué tengo presta la navaja entre mis dedos si no existen los motivos? ¿Porque un hombre es su palabra? ¿Porque una palabra escrita no se evapora? ¿Porque un contrato obliga?
Sé que no queda mucho para que se me aparezca quien tiene la obligación de aparecérseme hoy, justo en el momento en que dejen de sonar estas campanas. Este papel que ahora tiembla entre mis dedos, firmado con mi pulso firme de antaño y manchado con mi sangre, que ha llegado hace un par de días para que pudiera recordarlo, me impulsa. Salvajemente. Nunca creí, repito, que el tiempo pasara tan deprisa; sobre todo cuando la fama hace tanto que ha salido por mi puerta.
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