El 15 de febrero a las 8,45 en punto, Sonia Rivas Bustamante bajó las escaleras de su casa en el numero cuatro de Gómez Becerra hasta la portería para recoger su correo diario. Había dormido mal y se le notaba trasnochada por las telarañas de un vaporoso sueño sin descanso. Todavía no había desayunado. Le gustaba hacerlo con la correspondencia del día anterior sobre la mesa, e ir despachando cuestiones según su grado de importancia. Ese era uno de aquellos placeres que llegan y se instalan sin apenas conocimiento por parte del interesado, como los virus en windows. A propósito, dejaba el buzón intacto cuando regresaba del trabajo pasadas las once de la noche; y por la mañana, con impaciencia de enamorada no correspondida, demoraba más tiempo del necesario en el baño para que la sorpresa fuera luego más intensa.
A menudo lo único que recibía Sonia eran facturas y extractos bancarios, publicidad, a lo sumo folletos no solicitados ofertando algún producto que no iba a necesitar nunca. Pero ese día no. Ese día Sonia permaneció unos segundos con la mente en blanco mientras observaba con detenimiento la caligrafía extraña de la misiva que sostenía entre los dedos. Algo insólito notó en alguna parte inconcreta al ver los picos desiguales con que construía las palabras el desconocido remitente. La giró, después de leer su nombre mismo escrito en el sobre, y comprobó que carecía de remite. Luego la dobló por la mitad para introducirla en uno de los bolsillos de la bata. Tenía la intención de leerla al final, una vez se hubiera desayunado y comprobado que el resto de la correspondencia no dejaba de ser más siempre de lo mismo.
Con su tesoro escondido en el bolsillo, Sonia regreso escaleras arriba hasta su pisito en el cuatro de Gómez Becerra y cerró la puerta tras de sí. Le costó un esfuerzo sobrehumano prepararse el café sin abrir la carta todavía, pero hizo de tripas corazón y sacó de la alacena una caja de galletas para depositarla con minuciosidad sobre la superficie de la mesa, en donde ya le aguardaban una cucharilla y una servilleta impecablemente colocadas en línea con el canto de la mesa. Luego, introdujo el café en el microondas para calentarlo y giró la ruedecita hasta la señal de minuto y medio justos. Cuando sonó la campanilla, Sonia se levantó y recogió la taza del humeante café al tiempo que extraía de su bolsillo la carta. Pero no la leyó todavía. Era demasiado pronto para que ese placer de enamorada solícita se evaporase sin resistencia. En cambio, eligió una anodina de cualquiera de los bancos y leyó sin apasionamiento la cabecera del extracto. Comprobó fechas de facturas en sucesivas anotaciones y revisó que sus finanzas no hubieran recibido ningún varapalo desde la última ocasión en que supervisó esas mismas operaciones, en meses anteriores. Por fin, con la última galleta, Sonia recogió la doblada carta y la extendió para alisarla sobre la mesa.
Por más que imaginara, no entendía quién podría ponerse en contacto con ella mediante ese arcaico sistema. No es que careciera de amigos, que tenía varios, pero era extraño que ninguno de ellos pusiera remite en la misiva. Familiares incluidos. En las raras ocasiones en que recibía correspondencia personal, la misma iba acompañada siempre de su remite así como de una letra conocida. La oficial no. La oficial llevaba membrete de algún departamento importante siempre en lugar bien destacado. Además solían presentarse con la impersonalidad e indiferencia de la dirección impresa en una pegatina. Y esta no. La que ahora mantenía a escasos centímetros de su cara, como para constatar que era cierta la incredulidad que representaban esos trazos perpetrados por una desconocida persona, dibujaba su nombre con trazos agresivos de psiquiatra, de urgente necesidad de contacto.
Sonia pensó en algún compañero de trabajo, pero lo descartó enseguida. No tenía relación especialmente profunda ni personal con ninguno de ellos. Aparte de lo estrictamente profesional, nada le unía a esas personas que envasaban a diario y por turnos hortalizas en una cadena. Es más, casi podría decirse que permanecía completamente sola sus siete horas diarias en medio de un centenar de personas que miraban exclusivamente su metro y medio de puesto de trabajo en pie, repitiendo de forma automática los gestos que introducían como por sí sólos el vegetal en una lata, o en un vidrio de cristal sin etiqueta. De cuando en cuando un ligero movimiento advertía de que el dueño de esa pierna entumecida se mantenía con vida y consciente en su lugar de la cadena. El runrún del envasado y el ajetreo de los botes ponían fondo musical a los pensamientos de las personas allí convocadas que, no obstante, de seguro andarían por su cuenta y muy lejos de esa tarea reincidente y peyorativa.
Sonia alzó la carta y la sostuvo delante de sus ojos para que el trasluz de la ventana le diera alguna pista. La opacidad del sobre le resultó premonitoria. Con la punta de los dedos alcanzó una tijera para rasgar la solapa del continente sin daño para el contenido. En general le disgustaba que la gente abriera las cartas de cualquier modo, que se accediera a sus recondidades sin el cuidado respetuoso que merecían. Con pulcritud de cirujano, Sonia cercenó el sobre por uno de los extremos y divisó en su seno azulino un papel garrapateado. El corazón le dio un pequeño vuelco. De nuevo miró el interior del sobre y comprobó que sólo albergaba una cuartilla doblada en tríptico, colmada por un montón de letras desparramadas como pájaros en alambre. Sin impaciencia pero temblando, la extrajo y la desdobló con eficacia sobre la superficie de madera y la cara escrita hacia abajo.
Lo primero que percibió al darle la vuelta es que la carta no contenía firma. Como encabezado, el remitente había escrito, con mayúsculas, una frase que contenía en sí misma la esencia y el tono general del resto del mensaje. La leyó en voz baja, con inquisitivo detenimiento.
“DIOS ME PIDIÓ QUE TE DIJERA:”, comenzaba, “Que todo irá bien contigo a partir de ahora. Tú has sido destinado para ser una persona exitosa y lograrás todos tus objetivos. En los días que quedan de este año se disiparán todas tus agonías y llegará la victoria.”
A medida que esas palabras adquirían forma tangible en su cerebro, crecía la intensidad de las emociones negativas en Sonia. No podía creerse que le estuviera pasando a ella. Había oído rumores acerca de las cartas en cadena; conocía incluso a alguien que las había recibido, pero jamás había tenido delante ninguna. Pensaba que eran meras tontadas que la gente inventaba por abulia, por simple desconsideración con sus semejantes. Apartó todo aquello de su mente y buscó por instinto una postura más relajada en la silla. Luego continuó con la lectura.
“... Antes de que termine la semana, pasa este mensaje a siete personas y recibirás un milagro a cambio. Pero no lo ignores. Cuando Anne Wichert la recibió por primera vez, la ignoró. Una semana más tarde el amor de su vida la dejó sin razón alguna”.
Sonia titubeó. Sentía el corazón oprimido por una suerte de angustia que no le dejaba resuello. Optó por pasar por alto varios de los párrafos en los que se sucedían las amenazas, para llegar cuando antes a la parte final del texto.
“Si rompes esta cadena algo terrible te sucederá. No debes perder el tiempo. No es ninguna broma”.
Una vez concluida la lectura, Sonia se levantó de la silla y recorrió la habitación visiblemente preocupada. Avanzó hasta la ventana y miró a través del vidrio empañado. Seguía nevando. Estaba resultando éste un invierno realmente frío, como los que recordaba de su infancia. La imagen de ella siendo niña pisando los carámbanos de las madrugadas ateridas de Palencia lo llenó todo por un instante. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Las personas que veía en la calle iban de un lado para otro buscando resguardo, como hormigas entontecidas. Volvió de nuevo la vista hacia la carta con ojos ausentes y el corazón sobrecogido aún. Crispó las cejas y avanzó con paso resuelto hasta la mesa y arrugó el papel con un gesto irritado para arrojarlo de inmediato al cubo de la basura. Decidió que lo mejor sería olvidarlo todo y continuar con las tareas domésticas como si no hubiera ocurrido nada. Después de todo, no eran más que historias que la gente desocupada se inventaba para aterrorizar a los crédulos. La cuestión era saber si ella lo era. Decidió que no y durante el resto de la semana no volvió a ocuparse de ese asunto, hasta que lo olvidó por completo.
En el número cuatro de Gómez Becerra no volvió a ocurrir nada destacable. La rutina se instaló de nuevo a sus anchas por la casa y el paso del tiempo se hizo apenas perceptible entre las idas y venidas de su propietaria. A Sonia le dolía la cabeza a diario por cuestiones mucho más de este mundo y mucho más urgentes que el envío indiscriminado de misivas a perfectos desconocidos. Estaba, por ejemplo, la casi nula subida salarial que se reflejaba en su nómina de enero; la inmisericorde hipoteca de su piso; el espectro de la regulación de empleo que planeaba sobre las cabezas de todos los trabajadores en la fábrica. Para sustraerse a realidad tan cercana, Sonia Había planeado para fin de mes una escapada a los Picos de Europa, pero a última hora había decidido anularla debido a la borrasca. Llevaba un mes entero nevando y los accesos por carretera se encontrarían impracticables. En realidad era la escusa perfecta. A Sonia le daba pereza casi todo. A fuerza de vivir sola, se había acostumbrado a hacer el mínimo esfuerzo para que su vida cogiera rumbo y marchase sin problemas por el monótono paisaje de la desgana. Con esperar sentada en el sofá hasta la hora del trabajo tenía suficiente. Lo que hacían el resto de sus compañeros le parecía simplemente una llamada de atención para sentirse importantes. Porque ¿dónde se iba a estar en realidad mejor que en casa? Según su opinión las vacaciones consistían, simple y llanamente, en una narración pormenorizada de lo que se había podido ver en menos de una semana ante las bocas abiertas por el asombro de los contertulios. Cuanto más exótico y lejano, mejor. A pesar de lo incómodo de los hoteles y de la incapacidad de las agencias de viajes, cada cierto tiempo había que coger uno de esos paquetes ofertados y patearse medio mundo para escribir una postal desde alguna parte perdida del planeta. Sonia sonrió ante esa última imagen, pero dejó inmediatamente de hacerlo.
Sin saber por qué, de pronto recordó la carta ya olvidada y rememoró con precisión cada una de las amenazas que contenía su seno venenoso de conjurador de maleficios. A pesar de sus esfuerzos por buscar la normalización de su existencia, un poso de desasosiego continuaba coleando por alguna parte de su más vulnerable intimidad. Se obligó a retirar ese mal presagio de sí y prendió el televisor para intentar enroscarse en una suerte de duermevela hasta que llegase la hora de meterse en la cama. Se obligó a pensar en cosas cotidianas. Cosas que tendrían el poder exorcizante de atraer a su vida aspectos conocidos, lugares comunes en donde encerrarse lejos de cualquier maleficio, si es que existían. Concluyó que al día siguiente tendría que poner en orden la correspondencia atrasada. También que resultaba imprescindible poner una lavadora porque últimamente se le estaba acumulando mucha ropa sucia. Su programa favorito comenzó a la hora en punto y al instante se relajó. Con las primeras entrevistas, a Sonia le comenzó a invadir el sueño. Era un sopor reconfortante y voluptuoso el que sentía nunca antes experimentado, como si se estuviera hundiendo en medio de algodones empapados de alguna sustancia oleaginosa. Como si su cuerpo, sin fuerzas, flotase a la deriva en un embalse. Cabeceó. Cerró los ojos y se abandonó finalmente, conquistada desde alguna parte inconcreta por el tenebroso abismo del sueño.
Lo lamentable del asunto es que no tuvo consciencia de que la manta con la que se tapaba caía sin ruido encima de la estufa.