¿Qué pretendíamos conseguir actuando de la manera en que actuábamos? ¿Para qué empeñarse en algo que estaba ya decidido de antemando? En esa vida tan absurda, Marta, jamás sabrás que este libro existe. Porque tu vida está tan lejos de esta realidad de ahora que apenas tienes en cuenta algo que no es estrictamente necesario para que te rediman todos los posibles desenlaces.
Pero también podría preguntarme: ¿qué cosa fue lo bastante absurda y fuerte como para unirnos aquella tarde? Los destinos vienen ellos solos, Marta. Ellos nos eligen como elegimos nosotros la fruta que nos apetece antes de cada comida. Sólo que nos parece que somos nosotros los electores de esa variedad de circunstancias que nos acaban definiendo. Todos somos un cúmulo de cosas, términos ambiguos en las relaciones que establecemos con la vida. Nos define, por ejemplo, la manera en que cogemos las tostadas; el sólo hecho de decidir que tenemos hambre nos está confiriendo una última oportunidad para decir a los demás cómo somos realmente. Un vegetariano nunca será como un carnívoro, porque esa capacidad de elección se ha hecho manifiesta, y nos distingue entonces. Cada pequeña elección que llevamos a cabo nos introduce en un molde que se forma en el momento exacto en que decidimos. Y ese molde no es rigido, Marta, sino que se alabea a la par que nosotros variamos.
Tengo fijación por los caminos. Eso es algo evidente. Pero tengo miedo también. Un terrible miedo a la elección de una ruta porque es probable que me confunda siempre. Porque algunas personas tenemos esa característica. Quién sabe si al estar aquí recordándote no esté también principiando tu destino. Puedo imaginar que ese destino sea trágico, pero también puedo hacerlo más factiblemente equidistante de mí como mis recuerdos lo están de lo real, de lo vivido. Tengo fijación por los caminos, y eso es todo lo que importa. Mi fijación se define porque siempre hablo de esas cosas; siempre estoy tratando de imaginar qué hubiera pasado si a última hora hubiésemos escogido una ruta diferente. Nadie, ni nosotros, Marta, podría llegar a saberlo nunca. Sin embargo, elegimos esto, este final. Elegimos no elegir y que todo se fuera yendo por el desagüe de la vida. Por el inodoro de esta perra existencia. Podría elegir ahora recordarte enfrente de mí, bañando ese pedazo de vida que entre los dos habíamos decidido traer al mundo. Y luego enjugando el agua sobrante que se ha caído hasta el suelo de la cocina. Puedo ver cómo cambias los pañales a Luna, cuando hace falta hacerlo, y no puedo imaginar una suerte diferente para nuestros dos caminos que la que al final nos advino. Porque esa cosa llamada destino estaba presente entre los dos desde antes de que nos conociésemos. En aquellas noches ya estaba fraguándose ese final que, sin embargo, nos cayó por sorpresa, aunque avisaba tenuemente cada día trascurrido. Desde el principio, Marta, estaba escrito lo que estoy escribiendo ahora. A veces siento la terrible desolación del predestinado. El increíble malestar del que está avocado a repetir una y mil veces la misma cosa. Y presiento que también tú sientes eso que digo, que por las noches, desde tu condena, observas como yo el brillo de la ausencia, la certidumbre que ha de hacernos desechar un comentario para subrepticiamente introducir otro más acorde con las actuales circunstancias.
Y puede que no sea así en absoluto. Puede que esto que digo me lo esté inventando en este momento para justificar esa ruptura. Pero las normas permanecen, amor, porque sino ¿adónde íbamos a ir que no fuera a este sitio, a esta parte del planeta? Estaba escrito, Marta, y yo tan sólo acabo de ponerlo en estas lineas (párrafos que nunca has de leer) para que nadie más tenga nunca constancia.
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