Terminó de separar las rayas con la navaja y luego depositó en tres pedazos de papel de fumar las porciones correspondientes. Lo había hecho con gran meticulosidad y asegurándose de que nada se perdiera. Luego limpió la cartera con el pantalón, se la guardó en el bolsillo y salió de la furgoneta. Se papeó la suya. Fuera había una bulla de la hostia.
-Estaremos donde Roger. Nos vemos luego -dijo, tendiéndome un par de bolitas para que yo las recogiera.
Vito sonrió, y luego echó a andar calle abajo. Iba alisándose los pantalones mientras caminaba. A mi alrededor continuaba el bullicio. Olía a humo y a comida, a vino y gasolina. A puta gente. Escandalosa. Dando vueltas en torno mío hasta el hartazgo. Me miré la mano y separé una de las bolitas con el pulgar. La otra fue a parar directamente al agujero negro de mi boca. La tragué ayudado por la cerveza que Susa me tendía. Luego le pasé su parte a ella. Tony seguía en el puesto atendiendo a la peña. Ajeno a todo. Pasando de todos. Había veces en que pensaba que el chaval no tenía las facultades mentales al completo. Esa noche era una de ellas.
-¿A cuánto te lo ha dejado? -me preguntó Susa.
-Lo que tenía: un par de talegos.
Susa sonreía beatíficamente. Se encasquetó su bola con cerveza y luego pasó rozando la mesa del puesto. Tony no pareció darse cuenta, a pesar de que casi tumba la parada.
-En dos o tres horas esto va a estar insoportable -dijo Susa.
Eran las once de la noche y ya estábamos otra vez pelados. Acabábamos de invertir todas nuestras ganancias en aquella mierda. Apenas si había comenzado a salir la peña. Un par de tíos parecían muy felices de ver cómo sus botellas se petaban contra el asfalto, estallando en un millón de esquirlas peligrosas. Más abajo, en un corro lleno de ojos expectantes, tres morenos le daban un aire nuevo a la calle con percusiones de selva. Frenéticos. Eran como una postal llegada desde la otra punta del planeta. A lo largo de la calle, a ambos lados, un par de filas de puestos se repartían los huecos libres que quedaban entre bares y portales. Susa surgió como de la nada. De debajo de la mesa del puesto. Traía un par de tiras de cuero entre los dedos.
-Alguien ha visto el sacabocados?
Tony la miró y levantó el brazo.
-¿Te suena? -dijo.
Tenía la herramienta entre los dedos y la estaba utilizando. Luego bajó los ojos para seguir taladrando el frontal de un bolso. Le quedaba para un buen rato. Susa comprendió que iba a resultar inútil pedírselo para rematar una pulsera que había dejado a medias antes de lo de la raya. Entonces me propuso que fuéramos adónde el Roger. En realidad me tocaba la polla. No tenía putas ganas de trabajar esa noche tanto tiempo como para darme por satisfecho con el resultado. Me encogí de hombros y nos movimos. Presentía que el espid comenzaría de un momento a otro a hacer su jodido efecto. Y quería que eso ocurriera con un vaso de algo entre los dedos.
-Te dejamos al mando, colega -dije al pasar.
Tony no contestó. Pensé que ya estaba acostumbrado, pero la verdad era que lo que estaba haciendo le comía por completo todas sus neuronas y la capacidad de respuesta. Al final de la calle estaba el Roger. Un garito deprimente para mentes deprimibles como las nuestras. Con él se acababa la acera y comenzaba un descampado triste, arrasado, lleno de socavones milenarios.
Susa entró primero. Al fondo se veía un equipo de música tras una barra destartalada. Dos luces mortecinas pendían de cadenas llenas de oxido. Atrás de todo, la botellería. Éramos las únicas almas en todo el garito, y esperamos. A que por alguna parte asomara el dueño.
Pero no sucedió nada. Cinco minutos más y Susa llamó en voz alta. Otros cinco, y le dije lo poco que me gustaba aquello a Susa: acababa de ver la caja registradora vacía y abierta. Otros cinco minutos y tanto Susa como yo salíamos con los bolsillos petados de botellas y tabaco. En poco menos de un cuarto de hora regresábamos con todo aquello de vuelta en el puesto. Desde donde vimos aparecer al Roger y al Vito sudorosos y agitados.
-No os lo vais a creer, pero le acaban de dar el palo al Roger no hace ni media hora -nos contó Vito, una vez se sentó con nosotros en el puesto. -Eran dos rapados con un pincho, pero los trincamos un poco más abajo del semáforo. Quince tíos dándoles hostias.
Ni Susa ni yo dijimos nada. Tony a lo suyo. La gente, cada vez más espesa.
-¿Y esto?
Vito señalaba las botellas y el tabaco.
-Nah -dijo la Susa-; un colgao, que por lo visto le sobraba la guita. ¿Te he contado alguna vez que un tío me dijo un día que nunca había que dejar pasar de largo las oportunidades?
-Estaremos donde Roger. Nos vemos luego -dijo, tendiéndome un par de bolitas para que yo las recogiera.
Vito sonrió, y luego echó a andar calle abajo. Iba alisándose los pantalones mientras caminaba. A mi alrededor continuaba el bullicio. Olía a humo y a comida, a vino y gasolina. A puta gente. Escandalosa. Dando vueltas en torno mío hasta el hartazgo. Me miré la mano y separé una de las bolitas con el pulgar. La otra fue a parar directamente al agujero negro de mi boca. La tragué ayudado por la cerveza que Susa me tendía. Luego le pasé su parte a ella. Tony seguía en el puesto atendiendo a la peña. Ajeno a todo. Pasando de todos. Había veces en que pensaba que el chaval no tenía las facultades mentales al completo. Esa noche era una de ellas.
-¿A cuánto te lo ha dejado? -me preguntó Susa.
-Lo que tenía: un par de talegos.
Susa sonreía beatíficamente. Se encasquetó su bola con cerveza y luego pasó rozando la mesa del puesto. Tony no pareció darse cuenta, a pesar de que casi tumba la parada.
-En dos o tres horas esto va a estar insoportable -dijo Susa.
Eran las once de la noche y ya estábamos otra vez pelados. Acabábamos de invertir todas nuestras ganancias en aquella mierda. Apenas si había comenzado a salir la peña. Un par de tíos parecían muy felices de ver cómo sus botellas se petaban contra el asfalto, estallando en un millón de esquirlas peligrosas. Más abajo, en un corro lleno de ojos expectantes, tres morenos le daban un aire nuevo a la calle con percusiones de selva. Frenéticos. Eran como una postal llegada desde la otra punta del planeta. A lo largo de la calle, a ambos lados, un par de filas de puestos se repartían los huecos libres que quedaban entre bares y portales. Susa surgió como de la nada. De debajo de la mesa del puesto. Traía un par de tiras de cuero entre los dedos.
-Alguien ha visto el sacabocados?
Tony la miró y levantó el brazo.
-¿Te suena? -dijo.
Tenía la herramienta entre los dedos y la estaba utilizando. Luego bajó los ojos para seguir taladrando el frontal de un bolso. Le quedaba para un buen rato. Susa comprendió que iba a resultar inútil pedírselo para rematar una pulsera que había dejado a medias antes de lo de la raya. Entonces me propuso que fuéramos adónde el Roger. En realidad me tocaba la polla. No tenía putas ganas de trabajar esa noche tanto tiempo como para darme por satisfecho con el resultado. Me encogí de hombros y nos movimos. Presentía que el espid comenzaría de un momento a otro a hacer su jodido efecto. Y quería que eso ocurriera con un vaso de algo entre los dedos.
-Te dejamos al mando, colega -dije al pasar.
Tony no contestó. Pensé que ya estaba acostumbrado, pero la verdad era que lo que estaba haciendo le comía por completo todas sus neuronas y la capacidad de respuesta. Al final de la calle estaba el Roger. Un garito deprimente para mentes deprimibles como las nuestras. Con él se acababa la acera y comenzaba un descampado triste, arrasado, lleno de socavones milenarios.
Susa entró primero. Al fondo se veía un equipo de música tras una barra destartalada. Dos luces mortecinas pendían de cadenas llenas de oxido. Atrás de todo, la botellería. Éramos las únicas almas en todo el garito, y esperamos. A que por alguna parte asomara el dueño.
Pero no sucedió nada. Cinco minutos más y Susa llamó en voz alta. Otros cinco, y le dije lo poco que me gustaba aquello a Susa: acababa de ver la caja registradora vacía y abierta. Otros cinco minutos y tanto Susa como yo salíamos con los bolsillos petados de botellas y tabaco. En poco menos de un cuarto de hora regresábamos con todo aquello de vuelta en el puesto. Desde donde vimos aparecer al Roger y al Vito sudorosos y agitados.
-No os lo vais a creer, pero le acaban de dar el palo al Roger no hace ni media hora -nos contó Vito, una vez se sentó con nosotros en el puesto. -Eran dos rapados con un pincho, pero los trincamos un poco más abajo del semáforo. Quince tíos dándoles hostias.
Ni Susa ni yo dijimos nada. Tony a lo suyo. La gente, cada vez más espesa.
-¿Y esto?
Vito señalaba las botellas y el tabaco.
-Nah -dijo la Susa-; un colgao, que por lo visto le sobraba la guita. ¿Te he contado alguna vez que un tío me dijo un día que nunca había que dejar pasar de largo las oportunidades?
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