viernes, 1 de enero de 2010

A veces me pasa



Bajamos de noche tal y como lo habíamos planeado, cuando la luna había desaparecido por completo y en el firmamento sólo se veían tres o cuatro estrellas escuálidas, lo que indicaba ciertamente que muy pronto amanecería.



Joan iba delante. Desde donde yo estaba no podía ver más que su roñosa chaqueta, que, por lo gastada que estaba y quizá por lo sucia también, reverberaba fantasmagórica dos o tres pasos más allá avanzando a saltitos rápidos y sigilosos, como si tuviera vida propia. Por detrás de mí andaba sólo Pablo, cerrando la procesión que formábamos como ánimas pobres y desarrapadas. Todos sentíamos hambre. Una feroz hambre que nos perforaba el estómago e impedía que hablásemos siquiera. Lo sé porque de vez en cuando a alguno de nosotros le sonaban las tripas en un gorjeo que no era precisamente el canto temprano de los pájaros, aunque se le asemejara. La pendiente por la que transitábamos no parecía tener final alguno, pero al cabo de no mucho vimos cómo se agrandaba y se definía poco a poco una silueta en medio del calvero que precedía al terreno completamente llano, un poco más abajo. Era la silueta inconfundible de un edificio.



Joan lo descubrió en enseguida y nos lo señaló con un gesto sombrío de la mano, estirando el brazo cuan largo era y diciendo simplemente: "Allí". Los dos miramos a la vez en aquella dirección -que se nos abría ante los ojos atónitos- como dos niños recelosos que no acabaran de creerse lo que sus mayores les cuentan, como si por primera vez viésemos algo real en muchos, muchísimos siglos. Y tal vez así fuera. Luego, los tres nos detuvimos al mismo tiempo para comprobar nuestras navajas; y también al mismo tiempo reemprendimos la marcha esta vez campo a través, semiocultos por la maleza pero sin perder de vista la silueta de aquel edificio que era como si flotase suspendido en el vacío, como sin peso.



Fui yo el primero que saltó el cercado de madera; pero, por alguna de esas cosas que a veces me pasan, o tal vez invadido por las dudas o el remordimiento, dejé que los demás se me adelantaran en el último segundo; tampoco tenía realmente prisa por llegar adonde los tres debíamos hacerlo. No obstante, aceleré el paso, agitadísimo, en cuanto me dí cuenta de que me estaba quedando demasiado atrás; y comencé sentir pánico: de la comitiva que como fantasmas conformábamos; de la desalegría de conseguir sólo las migajas de aquella recompensa anunciada; de la evidencia indiscutible de que así resultaba ser yo, de los tres, el más vulnerable.



Tal y como alguien nos lo había dicho, la puerta no estaba atrancada. Joan la abrió de golpe, apenas sin hacer ruido, y enseguida nos amenazó: "A ver si ahora se me raja alguno". Lo dijo sin ira en la voz, sin inquina. Quizá lo habíamos hablado ya tantas veces que aquella especie de advertencia resultaba superflua entonces; aunque quizá Joan hacía muy bien al asegurarse del todo, con esas palabras tan escuetas, nuestra lealtad en aquellos momentos críticos. Más, incluso, cuando por el interior de aquella vieja construcción de cemento y ladrillos carcomidos comenzó un alboroto quedo al principio, y más alto después, con el forcejeo, que hizo que nos diésemos más y más prisa. Yo no quise mirar, pero desde la posición que ocupaba junto a la ventana vi perfectamente cómo Joan lo hizo. A sangre fría. Sin que un sólo músculo de su rostro se tensara.



Los tres partimos a la carrera una vez perpetrado aquel acto quizá ruín, dejando tras nuestros pasos un reguero de sangre que enseguida se tragaba la tierra sedienta, empobrecida. Una agitación de bombillas y voces y ladridos se vino con nosotros hasta el principio de la escarpa, entre la maleza; pero poco a poco se fue perdiendo a medida que nos adentramos en el bosque, y ya no vimos más luz ni oímos más sonidos que los de nuestros propios zapatos que regresaban, como por sí mismos y derrotados, hasta la guarida.



En donde ya sin pena nos comimos aquel pollo.



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