jueves, 14 de enero de 2010

Autopista




Cuando llegué aquella tarde había pasado los ciento cincuenta últimos kilómetros solo ante el volante, y ya no me quedaban ganas de sonreír ni siquiera a mi perra, que desde el vano saltaba pidiéndome algo a lo que se consideraba merecedora indiscutible. Cerré la puerta con el tacón de la bota y me dejé caer en el sillón, bajo el lento giro del ventilador en el techo. Llegaba sudoroso y hambriento; pero no hice el menor gesto por conseguir algo de lo que se veía comestible encima de la mesa. Tampoco alcancé el tabaco, que, para mi desgracia, había quedado unos centímetros más allá del largo de mi brazo extendido. Creo que pasaron unos cuantos minutos antes de que aparecieras por la puerta. También creo que no había nadie por la calle, que los pájaros apenas salían de la recalentada sombra de los árboles al fondo y que el agua que traía estaba poco menos que hirviendo, y eso que acababa de adquirirla en la última gasolinera, helada.
Encendido en la esquina del cuarto, el televisor apenas dejaba entrever el lento derrumbe de un edificio, que se caía a cámara lenta como en uno de mis sueños se desploman todos los pilares del sistema, del libre intercambio de mercancías, de personas e ideas, propias o ajenas, lejanas o próximas. Era el último desastre en La India, en donde todos los edificios del mundo se han venido abajo con todos sus ocupantes dentro; y todos los habitantes del mundo nos hemos quedado de piedra sólo durante esos segundos, tristísimos, en los que lo hemos visto por esa gran ventana entre cucharadas de sopa fría y pan de trigo y postres y jarras de cerveza.

Recuerdo el pegajoso rayo de sol que caía sobre mi panza, la destartalada tela del sillón en donde estaba sentado, el sonido de tus pasos mientras te acercabas, la sensación terrible, pero certera, de que te estaba soñando cuando te apoyaste sobre mi hombro y noté como se hundía el sofá bajo el peso terrible de tu cuerpo. También (y puede que esto sea lo más doloroso) creo recordar (o recuerdo) tu aliento sobre mi cara cuando me diste aquel beso; tus dientes; tu lengua húmeda y resbaladiza como una serpiente enroscada sobre mí, sobre la conciencia de sentirte aún viva y en mi boca. Sentí el humo de tu cigarrillo, el aroma de tu pelo, la suave gota de licor licuado de tu frente, el desencanto del roce somero, la proyección de tu persona sobre mi cuerpo y tus senos duros en mi espalda, puesto que resbalaste a mi lado desde el respaldo. Cerré los ojos, de eso sí que puedo estar seguro, y dejé que tú siguieras mi camino a la sombra de mi pecho, que comenzaba a subir y a bajar asustado, a un ritmo creciente, con la cadencia de tu lengua resbalando, llegando poco a poco hasta el lugar apropiado. Sentí la succión del deseo, el vaivén de la caricia estudiada, la crepitante sensación de que me estaba corriendo, solitaria figura, sobre la almohada.
Me di la vuelta. No sé como había llegado hasta el cuarto: la ropa revuelta sobre el suelo, el slip enganchado en la cabecera de la cama, tu imaginaria sonrisa sobrevolándome. Recordé el accidente. Recordé tu muerte instantánea; las sirenas; el hospital; los médicos dándome el alta.


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