Aflora el lago por el norte. Como de la nada. En una cuesta de piedra que termina justo en una caída a pico desde la cima de algo que se parece al prepucio de un gigante. Luego discurre el agua ya empantanada entre dos hileras de arboles extraños, arboles que parecen sacados de alguna película de misterio, por un campo inundado que desde lejos y vagamente es un campo de dedos que imploran hacia el plomo insulso del firmamento. Después de varias quebradas, y siempre sin dejar la pendiente que trae desde el principio, desaparece la lengua de agua por una grieta y ya no se la vuelve a ver más. Aunque bajes por el farallón que separa esa zona de la planicie que arranca desde la base cuarcítica y se pierde en la distancia. Y eso es todo. Luego ya no hay nada. Piedras, polvo y cansancio de siglos. Pero estoy ya en casa.
Siempre que vuelvo, me detengo sobre esta misma piedra. Y contemplo los milenios de solapado trabajo del agua. Exploro cada recoveco y cada grieta horadada que se va formando en el lecho de esa agua silente que parece estremecerse mas que andar a trompicones por los canchos de granito. Me paro aquí mismo y observo mi reflejo en la transparencia nunca en reposo. Hasta que me canso y entonces emprendo de nuevo la marcha. Hacia abajo, siempre hacia abajo. Hacia donde se que puedo por fin entrar a esta especie de caverna.
No es fácil orientarse por este laberinto. Todos los rincones se asemejan. Todas las direcciones parecen la misma, y, no obstante, con un poco de atención y algo de detenimiento, podría cualquiera desentrañar el misterio de esta madeja. O quizá cualquiera no. Quizá lo que haya que tener sea ese poquito de paciencia y esta especie de mapa que llevo tallado a fuego en alguna parte por el interior de mi cabeza. Y aun así es fácil que una galería se te escape, o que una sombra te confunda. Al final todo se reduce a lo mismo. No es complicado. Pero la resolución a veces te retrasa el tiempo justo para oír el repiqueteo del peligro en las simas tenebrosas que atravieso.
Es muy fácil imaginar que tengo alguna especie de compañero que a saltitos avanza entre las sombras, acompasando la cadencia de mis pasos resonando por la galería. Simulando simas emboscadas en medio de mi trayectoria. Atrayéndome sin remedio a la hecatombe. Descomunal caída. En silencio. Dando manotazos en las aristas de las rocas. Machacado finalmente contra el suelo treinta metros mas abajo. Pero es solo una presencia. Dudosa. Una intangible amenaza que parece dispuesta a saltar sobre tu espalda a poco que te detengas. Por lo que es de obligado cumplimiento la pronta salida de este tramo. Y no muy lejos, virando poco a poco sobre el eje de un saliente, la luz, como venida del interior de mi persona, me reclama hacia la izquierda, para dar un salto y que pueda caer de manos sobre esta especie de musgo cuasi fosforescente que tapiza por aquí cada una de las piedras.
Suena algo. De repente. Un ruido amortiguado como de pasos. Raspar de uña. Golpe algodonoso que sustrae a mi oído su procedencia. Pero sé lo que lo produce. Sé el pataleteo desesperado por llegar hasta donde yo estoy, parado, cansado por la noche tan dura que acaba de terminarse, pero satisfecho. Con una gran pieza de carne sanguinolenta colgada del belfo. Porque lobo soy. Y vengo de caza.
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