martes, 1 de febrero de 2011

Soledad


Atravesé la calle. Nada podía evitar que te siguiera hasta tu casa. Decidí que ya no me importaba si me descubrías o no. Pero quise hacerme invisible todas aquellas veces que tú te dabas la vuelta para observarme.

Porque te girabas de continuo. Quizá dudando de que mi trayecto a tu espalda fuera fortuito. Casualidades que la vida se encarga de hacer creíbles, aunque sean por todo lo demás tan sólo eso: casualidades. Cuando por fin llegamos al parque (tras de ti iba observando las farolas mortecinas) me detuve un momento para mirar cómo te perdías entre los coches, que seguirían aparcados en sus respectivos estacionamientos hasta que alguien los reclamara a la mañana siguiente. Nunca supe (ni sabré) si ese gesto furtivo que me dirigiste era o no para animarme a que te siguiera. Mi amor, a veces hay que ser mucho más explícito. No basta con una sonrisa fugaz para atrapar a una persona. No bastan dos palabras en una cafetería del centro para que esa persona, hasta hace muy poco un perfecto desconocido, pierda la compostura y lo deje todo para salir tras de tu rastro. Pero estabas tan hermosa a la luz incierta de las farolas, que yo no tuve más remedio que seguirte hasta el mismísimo portal de tu santo domicilio.

Yo sabía que la puerta estaría abierta. La escalera, a la izquierda, al final de pasillo tan oscuro (porque nunca se me ocurriría prender luz alguna) subía peldaño a peldaño hasta tu casa. Los devoré de dos en dos, angustiado porque pudiera perderte en ese laberinto que tú dominabas a la perfección, lleno de recodos luctuosos marcados por el taconeo de tus pasos. ¿Sabes, mi vida?, yo podía oír perfectamente claro el rumoroso sonsonete de tu falda. El clamoroso desfile de tus brazos, balanceados a cada lado de las caderas que imaginé, en ese justo y preciso momento, hambrientas de sensaciones. Presentí que si duraba todo aquello mucho más, mi corazón no lo soportaría; y se tronzaría en mil pedazos en pos de tu recuerdo. Pues te olfateaba en cada descansillo, en cada recodo de la escalera aquella tan angosta, tan terrible, tan desierta. Pero la paciencia tiene siempre una recompensa. Y la mía fue no sentir más tus pasos por la galería que se truncaba frente a una puerta. Ya que aquello significaba que todo estaba a punto de acabarse.

Por supuesto, la puerta de la entrada a tu guarida estaba entreabierta también; y por ella me colé sin apenas hacer ruido. Un corredor más estrecho que el que nos había traído hasta allí se intuía por el centro de la casa, hasta perderse después de algunos metros por un recodo que ocultaba, al fondo, una ventana. Una claridad rosácea se filtraba por alguna parte. Cosa que me proporcionó la seguridad necesaria para que lo recorriera sin tropezar con mueble alguno. Ya lo sabía: tu cuarto estaba al final de todo. Como al final del mundo. Escondido. Agazapado. Recóndito. Recorrí esos pocos metros con el pecho desbocado. Y allí, bajo la luz amarilla de un flexo, estirada por completo entre las sábanas, ronroneando como el gran gato que eras, tu cuerpo, tus ojos, el hueco de tu pubis me recibieron como al viajero que regresa, mi amor, desde tan lejos.

Pero ocurre siermpre lo mismo: horas más tarde despertaré a la cruda luz de la mañana. Oloroso a sudor tabernario. Con la boca agrietada por la resaca. Rodeado por mis trastos. En el vientre, solitario, de mi cama.

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