sábado, 30 de enero de 2010

Ayer

Tuvo que pasar mucho tiempo para que me diera cuenta de que el viento había cesado y de que la palidez de la luna iluminaba una estrecha franja del cuarto, alargando la silueta de los objetos más próximos a la ventana. Desde mi rincón intuí, más que vi, la vaga forma de un espejo; la forma inconcreta de un mueble cualquiera consiguió llenarme de congoja, dejándome la sensación de vacío que aún hoy puedo sentir de vez en cuando. Al tiempo de levantarme, un pesado cenicero se volcó sobre la mesa. No me preocupé por limpiar nada. Tampoco quise mirar por encima del hombro cuando atravesé aquella puerta.

La mañana siguiente fue especialmente desagradable en todos sus aspectos. La sensación de fracaso que me inundaba, al mismo tiempo contribuía a desorientarme y a afianzar la pálida melancolía que se iba apoderando de mi persona. De una manera un tanto mecánica entablé de nuevo relaciones forzadas con la vida, ocupándome de los rutinarios quehaceres domésticos con desgana. Tuve con demasiada lucidez la sensación de que, antes de limpiarlo de nuevo, el polvo acumulado sobre los muebles ya lo había visto antes, de una manera idéntica; el simétrico vuelo del ave que cruzó la superficie de un espejo, apenas vislumbrado de reojo en una fracción de segundo, me recordó lo ya sucedido. No obstante, decidí olvidarlo todo y releí, pues tuve tiempo para ello, un viejo relato de London, que me dejó insatisfecho en medio de esa estúpida sensación que los acontecimientos presentidos dejan por algún tenebroso rincón del inconsciente. Como en un sueño dirigí mis pasos esa jornada repetida, pues poco a poco empecé a darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Algo vago como un presentimiento, se hizo al fin hueco en mi pecho. Y comencé a preocuparme.

A mediodía consumí los mismos alimentos que en la precedente había engullido, sin hambre; bebí los mismos caldos; me derrumbé en la cama de la misma manera desconsolada y cansina; me levanté media hora más tarde, con la misma sensación de ahogo que en la víspera me aprisionó la garganta; las mismas lágrimas bañaron mi rostro entonces, pues sabía con claridad estremecedora a lo que estaba abocado. Decidí salir a la calle y romper la simetría.

Pero no pude hacerlo.

Una y otra vez regresé a esa puerta cerrada, aunque de sobra sabía que jamás llegaría a franquearla. En mi desesperación, cogí el teléfono; lo colgué sin hacer llamada alguna; volví a la puerta, al teléfono, con el abatimiento del tigre enjaulado, con el abandono de la falta de fuerzas ante lo que se sabe ineludible. Pensé en saltar por la ventana, pero me di cuenta de que ya lo había pensado y de que me iba a resultar del todo imposible hallar una solución no sopesada con anterioridad, en ese cuarto, en esa jaula idéntica de tiempo repetido. Por último me relajé en mi asiento y fui testigo de la caída de la tarde. Era miércoles, veinticinco de enero. Una fría luz difuminada, como corresponde a esa época del año, se agolpaba en la sala. Los muebles en el cuarto se tornaron con el tiempo fantasmales, atenuándose de una manera ilógica, hasta que desapareció por completo su aparente consistencia. Ni siquiera me molesté en dar las luces de la casa. Hacia las doce una fuerte brisa comenzó a sacudir todos los cristales del edificio, haciendo que me estremeciera en el asiento. El fuego no se había encendido en todo el día, y, por lo tanto, el frío se había alojado junto a mi persona.

Supe entonces que jamás alcanzaría las cerillas sobre la repisa de la chimenea; que todos mis actos iban a ser duplicados exactos aquella noche de esa otra; que no me levantaría hasta pasadas las cuatro de la madrugada y que, para entonces, tendría que haber pasado mucho tiempo para que me diera cuenta de que el viento había cesado, y que la palidez de la luna iluminaría una estrecha franja del cuarto alargando la silueta de los objetos más próximos a la ventana. Desde mi rincón intuiría la vaga forma de un espejo; la forma inconcreta de un mueble cualquiera conseguiría llenarme de congoja, dejándome la sensación de vacío que aún hoy puedo sentir de vez en cuando. Al tiempo de levantarme, un pesado cenicero se volcaría sobre la mesa. No me preocuparía por limpiar nada. Tampoco miraría por encima del hombro, cuando atravesara aquella puerta...





domingo, 24 de enero de 2010

La Obra




 Un joven escritor sintió un día la llamada de La Obra definitiva; y la terminó al cabo de tres años de esfuerzo continuado. Pero no quedó satisfecho. 

Tardó otros tres años en concluir las segundas correcciones. Durante ese tiempo, la Obra se vio reducida a la mitad de su volumen. Pero tampoco así el joven escritor quedó satisfecho.  

Otros tres años transcurrieron.  

Y luego otros tres.  

Y tres veces tres ciclos de tres años.  

Al término de su existencia, el escritor por fin dio por acabada La Obra, la cual constaba entonces de una palabra tan sólo, compendio de una vida entera dedicada al trabajo.  

La palabra era FIN.







jueves, 14 de enero de 2010

Autopista




Cuando llegué aquella tarde había pasado los ciento cincuenta últimos kilómetros solo ante el volante, y ya no me quedaban ganas de sonreír ni siquiera a mi perra, que desde el vano saltaba pidiéndome algo a lo que se consideraba merecedora indiscutible. Cerré la puerta con el tacón de la bota y me dejé caer en el sillón, bajo el lento giro del ventilador en el techo. Llegaba sudoroso y hambriento; pero no hice el menor gesto por conseguir algo de lo que se veía comestible encima de la mesa. Tampoco alcancé el tabaco, que, para mi desgracia, había quedado unos centímetros más allá del largo de mi brazo extendido. Creo que pasaron unos cuantos minutos antes de que aparecieras por la puerta. También creo que no había nadie por la calle, que los pájaros apenas salían de la recalentada sombra de los árboles al fondo y que el agua que traía estaba poco menos que hirviendo, y eso que acababa de adquirirla en la última gasolinera, helada.
Encendido en la esquina del cuarto, el televisor apenas dejaba entrever el lento derrumbe de un edificio, que se caía a cámara lenta como en uno de mis sueños se desploman todos los pilares del sistema, del libre intercambio de mercancías, de personas e ideas, propias o ajenas, lejanas o próximas. Era el último desastre en La India, en donde todos los edificios del mundo se han venido abajo con todos sus ocupantes dentro; y todos los habitantes del mundo nos hemos quedado de piedra sólo durante esos segundos, tristísimos, en los que lo hemos visto por esa gran ventana entre cucharadas de sopa fría y pan de trigo y postres y jarras de cerveza.

Recuerdo el pegajoso rayo de sol que caía sobre mi panza, la destartalada tela del sillón en donde estaba sentado, el sonido de tus pasos mientras te acercabas, la sensación terrible, pero certera, de que te estaba soñando cuando te apoyaste sobre mi hombro y noté como se hundía el sofá bajo el peso terrible de tu cuerpo. También (y puede que esto sea lo más doloroso) creo recordar (o recuerdo) tu aliento sobre mi cara cuando me diste aquel beso; tus dientes; tu lengua húmeda y resbaladiza como una serpiente enroscada sobre mí, sobre la conciencia de sentirte aún viva y en mi boca. Sentí el humo de tu cigarrillo, el aroma de tu pelo, la suave gota de licor licuado de tu frente, el desencanto del roce somero, la proyección de tu persona sobre mi cuerpo y tus senos duros en mi espalda, puesto que resbalaste a mi lado desde el respaldo. Cerré los ojos, de eso sí que puedo estar seguro, y dejé que tú siguieras mi camino a la sombra de mi pecho, que comenzaba a subir y a bajar asustado, a un ritmo creciente, con la cadencia de tu lengua resbalando, llegando poco a poco hasta el lugar apropiado. Sentí la succión del deseo, el vaivén de la caricia estudiada, la crepitante sensación de que me estaba corriendo, solitaria figura, sobre la almohada.
Me di la vuelta. No sé como había llegado hasta el cuarto: la ropa revuelta sobre el suelo, el slip enganchado en la cabecera de la cama, tu imaginaria sonrisa sobrevolándome. Recordé el accidente. Recordé tu muerte instantánea; las sirenas; el hospital; los médicos dándome el alta.


viernes, 1 de enero de 2010

A veces me pasa



Bajamos de noche tal y como lo habíamos planeado, cuando la luna había desaparecido por completo y en el firmamento sólo se veían tres o cuatro estrellas escuálidas, lo que indicaba ciertamente que muy pronto amanecería.



Joan iba delante. Desde donde yo estaba no podía ver más que su roñosa chaqueta, que, por lo gastada que estaba y quizá por lo sucia también, reverberaba fantasmagórica dos o tres pasos más allá avanzando a saltitos rápidos y sigilosos, como si tuviera vida propia. Por detrás de mí andaba sólo Pablo, cerrando la procesión que formábamos como ánimas pobres y desarrapadas. Todos sentíamos hambre. Una feroz hambre que nos perforaba el estómago e impedía que hablásemos siquiera. Lo sé porque de vez en cuando a alguno de nosotros le sonaban las tripas en un gorjeo que no era precisamente el canto temprano de los pájaros, aunque se le asemejara. La pendiente por la que transitábamos no parecía tener final alguno, pero al cabo de no mucho vimos cómo se agrandaba y se definía poco a poco una silueta en medio del calvero que precedía al terreno completamente llano, un poco más abajo. Era la silueta inconfundible de un edificio.



Joan lo descubrió en enseguida y nos lo señaló con un gesto sombrío de la mano, estirando el brazo cuan largo era y diciendo simplemente: "Allí". Los dos miramos a la vez en aquella dirección -que se nos abría ante los ojos atónitos- como dos niños recelosos que no acabaran de creerse lo que sus mayores les cuentan, como si por primera vez viésemos algo real en muchos, muchísimos siglos. Y tal vez así fuera. Luego, los tres nos detuvimos al mismo tiempo para comprobar nuestras navajas; y también al mismo tiempo reemprendimos la marcha esta vez campo a través, semiocultos por la maleza pero sin perder de vista la silueta de aquel edificio que era como si flotase suspendido en el vacío, como sin peso.



Fui yo el primero que saltó el cercado de madera; pero, por alguna de esas cosas que a veces me pasan, o tal vez invadido por las dudas o el remordimiento, dejé que los demás se me adelantaran en el último segundo; tampoco tenía realmente prisa por llegar adonde los tres debíamos hacerlo. No obstante, aceleré el paso, agitadísimo, en cuanto me dí cuenta de que me estaba quedando demasiado atrás; y comencé sentir pánico: de la comitiva que como fantasmas conformábamos; de la desalegría de conseguir sólo las migajas de aquella recompensa anunciada; de la evidencia indiscutible de que así resultaba ser yo, de los tres, el más vulnerable.



Tal y como alguien nos lo había dicho, la puerta no estaba atrancada. Joan la abrió de golpe, apenas sin hacer ruido, y enseguida nos amenazó: "A ver si ahora se me raja alguno". Lo dijo sin ira en la voz, sin inquina. Quizá lo habíamos hablado ya tantas veces que aquella especie de advertencia resultaba superflua entonces; aunque quizá Joan hacía muy bien al asegurarse del todo, con esas palabras tan escuetas, nuestra lealtad en aquellos momentos críticos. Más, incluso, cuando por el interior de aquella vieja construcción de cemento y ladrillos carcomidos comenzó un alboroto quedo al principio, y más alto después, con el forcejeo, que hizo que nos diésemos más y más prisa. Yo no quise mirar, pero desde la posición que ocupaba junto a la ventana vi perfectamente cómo Joan lo hizo. A sangre fría. Sin que un sólo músculo de su rostro se tensara.



Los tres partimos a la carrera una vez perpetrado aquel acto quizá ruín, dejando tras nuestros pasos un reguero de sangre que enseguida se tragaba la tierra sedienta, empobrecida. Una agitación de bombillas y voces y ladridos se vino con nosotros hasta el principio de la escarpa, entre la maleza; pero poco a poco se fue perdiendo a medida que nos adentramos en el bosque, y ya no vimos más luz ni oímos más sonidos que los de nuestros propios zapatos que regresaban, como por sí mismos y derrotados, hasta la guarida.



En donde ya sin pena nos comimos aquel pollo.