Lentamente al principio el sol rasga la punta recortada de la sierra; y una raya de claridad va calando el campo humedecido por el rocío en donde comienzan a resonar los ecos lejanos de las caballerías, del ganado lanar que desespera en el aprisco, de los lastimeros parloteos de los perros famélicos, que es casi como si lo supieran.
Una higuera solitaria más abajo de la pared que parte el huerto por el medio y lo secciona en parcelas diminutas luego, cada una sembrada con una cosa, se estremece cargada no de higos, sino de gotitas que perlan su deforme corteza. El sonido a esta hora es como si fuese más límpido, más vibración todo él, esparciéndose por el campo como las ondas en un estanque de aguas transparentes.
También húmeda por las miles de lenguas de la mañana, la hierba se observa cana y rala, aplastada, como si hubiese nevado; sólo que no nieva; aquí hace muchos siglos que no lo hace nunca. De tan brillante, apenas los dolorosos rayos se posan por doquier relampaguea a trozos, según vayan ganando el campo por arriba. Sólo las partes a la umbría permanecerán todavía mucho más tiempo como si fuera siempre de noche, sin notar el cambio que a pasos de gigante, pero muy lentamente, está llegando a producirse. Por detrás de la loma, las casas en el pueblo vienen a espertarse todas de golpe; y en los tejados de uralita, tejados pobres, míseros, aparecen las manchas que delatan las goteras. Las briznas de un humo empobrecido serpentean hasta embalsarse a pocos metros sobre ellos, en donde parece resguardarse de las corrientes de un aire que siempre falta, que no llega nunca. Pero desde esta parcela eso permanece escondido. Son muchos los kilómetros que separan ésta de esa verdad ahora, aunque en realidad no pasen de la docena.
Poco a poco también las aves diminutas limpian de sueño su vuelo, arropadas por una luz anaranjada que hace que asomen sus colores como el primer día, como en el día en que los pintaron. Nuevos olores, sabores nuevos: todo nuevo por un mísero instante en que el alba miserable penetra en este mundo a este lado del planeta; en donde la casa, que está junto a la higuera entre muros pequeños y tan quebradizos que cada invierno con las primeras aguas se desmoronan, parece un animal muerto, gigantesco. Alguna ave de mayor tamaño inicia un brinco de canturreo y, con el batir de sus alas, espanta por un minuto la soledad que parece cebarse sobre esta tierra. Del tejado el vaho, como el aliento de una bestia, gana altura y se mezcla lentamente con la respiración del universo, que ha dejado por todas partes una suerte de bruma que poco a poco se espesa y que el instituto meteorológico dará a la mediodía por las noticias como algo insólito o pintoresco.
Porque hace niebla.
Y cómo la niebla está tan cerrada no podemos ver más allá del principio de la cancela de la huerta. No mucho más abajo, las puntas de las encinas arremolinadas en un bosquecillo que discurre parejo al regato, se transparentan cuajadas de rayos de un sol mortecino y fantasmagórico, sobrecogido por los cantos de los tordos que esperan a que se desentumezca su alimento sobre los surcos a medio laborar todavía. Aunque alguno picotea y se repliega luego, desconfiando, desde la higuera hasta la rama de una encina próxima para mirar con acelerado y receloso gesto la raya que el sol viene trazando por encima de la sierra.
Si anduviésemos un poco, seguro que tropezaríamos con los aperos de labranza llenos de oxido y gotas de rocío que el dueño de todo esto no se molestó en recoger el día que, justo ahora, se termina. Porque los días empiezan se se acaban aquí todos a esta hora imprecisa. Y si entrásemos en la casa, descubriríamos que allí aún se vive como hace un par de siglos. Alumbrados por candiles veríamos la lumbre apagada desde hace tanto, los pucheros arrimados a los rescoldos que pertinazmente han sobrevivido a su modo, la pequeña claraboya sin cristales por donde la luz manchada de niebla se va adentrando y hociquea por la casa, haciendo que el tiempo se congele. Porque el tiempo, como el alba a esta hora, se detiene como cansado, y toma aliento, y poco a poco se pone de nuevo en marcha, rengueando. Y con su marcha perezosa llega a rozar las ramas más altas de la higuera, que continúa pensativa bajo las gélidas manos de la bruma entre gotas y gotas de rocío. Las mismas que nos hacen pensar que el intangible cuerpo de esa bestia que no ha sabido ganar altura, se descarga ahora de su peso para que en un par de horas pueda, ya ligera, emprender la huida.
Pero es otoño. Es otoño y está la vida tan lejos de todo que es casi como si no existiera más que este campo que poco a poco va siendo amanecido, recordado en la mente de un Dios que también, y poco a poco, se despierta. El vaho del mundo repta ladera arriba, hacia Barcarrota, en donde los paisanos, negros, hoscos, han cogido todos sus aperos y marchan en carrefila a sembrar cabizbajos los trozos de un alimento que luego recogerán entre todos también. Cada familia con los suyos. Cada aldeano con sus trastos. Pero no aquí. En esta huerta. Porque aquí nadie recoge nada.
Aquí el tiempo se ha parado mientras baja el sol por el tronco de la higuera. Y llega, en un minuto como siglos, hasta las ramas del medio; pero todavía no las sobrepasa. Como con miedo, derrite la escarcha y permanece tiritando luego a impulsos pequeños y recelosos, como si hiciera fuerza el viento para que no llegase más abajo. A cinco pasos los jilgueros, los petirrojos, los mirlos, los herrerillos, como sabiendo, han comenzado ya a desvestirse del agua que envuelve sus plumas, y forman, una aquí y otra allá, al agitar sus cuerpecillos, nubes de una agua prístina que llega hasta la tierra traspasada por el sol después de haber permanecido eternamente suspendida de la mano de la niebla, que es un animal enorme que trepa ladera arriba hasta perderse tras la loma.
También perlada de gotas de rocío, una chaqueta de paño, negra, cuelga incongruente de una de las ramas más bajas de la higuera, que permanece aún como tiritando. Y una soga de cáñamo, tensa y áspera, se balancea de un lado para otro remecida por el viento que aquí no hace nunca, dentro de esta huerta. A dos o tres palmos del suelo renegrido y preñado de lombrices, un cuerpo se balancea atado con firmeza por el cuello a su extremo. Perezoso, el ahorcado se va tiñendo al fin también él todo de naranja. Como el campo. O el rocío. O la mañana. O el corazón de la niebla en la misma punta del alba recortada contra la sierra.
Sólo que nadie permanece aquí y ahora para verlo.
1 comentario:
muy bueno
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