viernes, 30 de abril de 2010

La carretera


Atrás iba quedando la carretera teñida de un azul anaranjado, como si alguien hubiese ido pisando frutas extrañas y podridas cuyo zumo se hubiera embebido por fin en el asfalto. La noche, indecisa y lejos de las luces de la ciudad, bordeaba el campo sin atreverse del todo a inundarlo. Lentamente un sol enfermizo terminaba su agonía explotando en miles de matices que se reflejaban en las hojas de los árboles, cosa que hacía de la conducción un acto mucho más molesto y peligroso que de costumbre.
Eduardo se abrochó el cinturón sobre la marcha, mientras veía desde lejos cómo se aproximaba una pareja de motoristas que en unos instantes, sin embargo, pasó a su lado mirándole pero sin verlo. A Eduardo le dio un vuelco el corazón: no podía evitarlo. Siempre que advertía la presencia de los agentes de tráfico le pasaba lo mismo. Era como un sonidito que poco a poco se iba haciendo más perceptible y molesto, consecuencia quizá de todas las veces que había circulado por aquellas mismas carreteras sin los papeles en regla. Ese sonidito siempre se transformaba luego en un resquemor, en una picazón sobre el estómago que hacía que la boca se le secase de golpe, y que sus palabras sonaran entonces -si es que llegaban a detenerlo- poco convincentes. En realidad demasiado poco convincentes.
Eduardo recordó que toda la documentación de su vehículo se encontraba expresamente puesta al día. Se convenció durante unos pocos segundos de que no tenía nada que temer entonces si le detenían. Sería tan sólo una molestia, pero nada más que eso. Tan sólo una molestia desagradable que muy pronto quedaría en el olvido. Mentalmente incluso vio la documentación de su vehículo en el interior de la guantera; el recibo que descansaba en el vientre de la carpeta de plástico que le habían regalado en la gestoría en donde había tramitado (hacía tan poco) la contratación de su seguro; el sello que alguien le había puesto en la tarjeta de circulación en la última de las revisiones de la I.T.V.; pero ni así consiguía calmarse. Aunque pasado el mal trago, poco a poco esa sensación se iba amortiguando sin que Eduardo interviniera. Eso era lo bueno que tenía. Pasara lo que pasara, a Eduardo se le olvidaba todo muy pronto, y apenas si perduraba al final de todo un pequeño recuerdo que él mismo se encargaba de ir atenuando hasta relegarlo al fondo de ese saco roto en donde Eduardo almacenaba todos los recuerdos molestos, para que no le molestaran.
Para salir de la curva, aceleró ligeramente y su auto sobrepasó sin dificultad la pequeña rampa y aquel recodo lleno de encinas y de vacas, y salió a campo abierto enseguida. Allí la línea recta de la carretera ya no se truncaba hasta Trujillo. Luego miró una vez más por el espejo retrovisor del automóvil. Aún no estaba muy convencido de que los dos agentes hubieran proseguido su camino y no tuviesen en realidad intenciones de molestarlo. Carraspeó. Poco a poco comenzó a sentirse más tranquilo. Las luces de la ciudad podían verse a lo lejos, titilando como una ensoñación en mitad de su camino. Ya ni siquiera se acordaba de que en el maletero de su coche había viajado, aserrado y metido en dos maletas, hacía tan pocas horas el cadáver de esa chica.


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